Se sentó cerca del arroyo. Le gustaba el fluir del agua y su sonido le arrebataba. No podía remediarlo. Era superior a él. Se quedaba allí mirándolo recordando otro arroyo, el de su pueblo. No era un recuerdo nostálgico sino la huella que, el correr del agua, le dejó impreso en la memoria para siempre: y sus plantas, y la película de hielo, a trozos blanquecina, en los días de invierno, y su caída en el arroyo poco antes de su enfermedad... O también el chorro de agua que llenaba las pozas en las que se bañaba, entre mediodía, en el verano, cuando la calor apretaba, como ahora mismo.
Si no tuviera la vergüenza que, como adulto, tiene, se desnudaría y se metería en el centro de la corriente. No aquí, sino más arriba, en la curva, donde el agua es menos impetuosa.
Aunque no estaba muy distante cogió los prismáticos dirigiéndolos hacia ese lugar del arroyo donde le hubiera gustado meterse. Estaba la curva del río como siempre: el agua cristalina corría mansamente peinando las plantas acuáticas que aparecían tendidas a lo largo como pelos mojados surcados por un peine; en las márgenes juncos y espadañas, berros y corujas; y un poco más apartada de la orillas, una zarza con sus flores blancas. En primavera solo se veía una cinta blanca a lo largo de su curso: era el mismo arroyo cuajado de las flores blancas de esas plantas acuáticas. Ahora, las que destacaban estaban a la orilla, fuera del agua: las margaritas blancas, los amarillos botones de oro y los también amarillos dientes de león.
También destacaba ella. Si, ella. Nerviosa. Valiente. Sola. Negra. ¿Qué haría allí?
Mantuvo los prismáticos fijos en ese hecho insólito. No por voyerismo, no. No penséis mal. Ni por el exotismo negrista. Que nadie se llame a engaño. Fue solo por una simple curiosidad cuasi científica. No había ningún rastro de morbo en su empeño. Además, hacía ya mucho tiempo que negros y negras, en España, no producían cosquilleo morboso. Ni tan siquiera aparecían como algo exótico. Pero es que, a él, precisamente a él, no le podían achacar inclinaciones lascivas hacia tales hembras, si de eso se trataba. Se había pronunciado categórico al respecto:
-Yo soy un racista sexual.Y añadía:
-Y, al mismo tiempo, me considero un antiracista intelectual.
Ambas cosas necesitaban una explicación que, él, había dado en numerosas ocasiones, sin ningún rebozo. Tenía relación con su experiencia sexual con una prostituta: no pudo llegar a penetrarla; fue un verano en el Barrio Chino de Salamanca; una mujer negra, joven, guapa... todo lo que se diga es poco... pero cuando se abrió de piernas y le vio sus órganos genitales... entre rosados y grises... no pudo... fue superior a él... le parecieron semejantes a los de las burras o yeguas del establo de su padre... quizás fuera la cantidad de alcohol trasegado... aunque él siempre lo atribuyó al colorido con que se le presentaron a la vista...
Y no, no pudo copular pensando que lo hacía con una yegua o una burra... Por eso repetía a quien quisiera oirlo:-Soy un racista sexual, un racista de sexo. Y un antiracista intelectual.
Esto último lo decía porque estaba convencido de la igualdad de todos los seres humanos. Militaba en esa lucha contra posiciones racistas... desde su intelecto, no desde su carne. Y eso le martirizó toda la vida.
De modo que su interés en la contemplación de ese acontecimiento sorprendente, insólito, en el arroyo... no, no se debía a lascivia, ni a morbo, ni al hecho de su negro colorido. En absoluto. Era curiosidad cuasi científica. Como ya había indicado más arriba.
Lo realmente insólito, sorprendente, radicaba en la soledad del individuo trajinando por esos andurriales...
Por si no había mirado bien, por si no lo había hecho concienzuda y detenidamente, volvió a barrer con sus prismáticos esa parte del riachuelo de arriba a abajo.
Nada. No vio nada mas.
Volvió a mirar a derecha e izquierda... sin descubrir nada.
El comportamiento de ella indicaba tal vez un trajineo dubitativo, cambiando de dirección muy a menudo. Como si el hecho, cierto, de estar en el arroyo o en la orilla o en el fango le causara extrañeza. Hasta hubo un momento en pisó la cagada de una vaca (aún humeante y llena de moscas) pero salió indemne de la aventura.
Lo de la cagada de la vaca lo sabía él desollado, sin ninguna duda, porque diferenciaba entre varios excrementos; por ejemplo: cagada, cagajón y cagalita. No llegaba su riqueza de vocabulario a nombrar tantos excrementos como Delibes en la novela 'EL camino', pero... de esos estaba seguro.
Después de muchas vacilaciones, de incontables titubeos, de volver sobre sus pasos desandando lo andado, de atravesar el barro, la corriente, la cagada casi líquida, de meterse entre juncos y espadañas, de colarse entre flores, de subir y bajar... por fin, se encaminó hacia la zarza y desapareció.
Observa con sus prismáticos el zarzal. Se pone nervioso. No atisba nada. Movió inquieto la rueda de ampliación. Ese artilugio para el aumento de las imágenes, una especie de zoom (o como se diga) que tienen los catalejos. ¡Lo hizo a tope! ¡Hasta el máximo!
-¡Ah, coño! ¡Lo descubrí! -exclamó con alegría.Miles de hormigas negras aparecían por el lado izquierdo de la zarza, como si la tierra cociera a borbotones una especie de salsa negra. Allí estaba el hormiguero. Ella, la negra, la hormiga negra, debía ser una de las exploradoras del hormiguero.
-Ahí estaba la explicación de su soledad: era la vanguardia de su comunidad. Por ella se había arriesgado a morir arrostrando peligros ciertos: abriendo caminos.Abandona el catalejo. Y sentado como está en la piedra fija la mirada en el correr del agua, mientras escucha arrobado su murmullo. ¡Es una gozada cerca del agua la vida!
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