A Concha Tristán, in memoriam.
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-¿Quién va a pensar que es un pedrusco?, pensó para si.
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De modo que, como la mujer arreciera en sus gritos, cogió la pieza y la puso junto a las otras para que se secara al sol.
Y se fue.
La golondrina, porque el bulto como ya hemos dicho era ella, al sentir los rayos del sol y viéndose casi libre comenzó a moverse intentando deshacerse de la suave y débil capa de arcilla que la cubría. Cuanto más esfuerzos realizaba más forma de golondrina adquiría. Luego podría volar y volar para reencontrarse con sus padres y amigas que echaba mucho en falta.
Para su desgracia no solo se movía ella, también lo hacía el sol, señor de los cielos. Era verano y alcanzaban de lleno sus rayos ardientes a las vasijas del alfarero. En poco tiempo la fina capa que rodeaba a la avecilla se fue endureciendo, con lo que que la golondrina viose abocada a permanecer en ese jarrón. Mucho lloró. Tanto, que la arcilla que cubrian sus párpados se deslizó en forma de gota dejando libres sus ojos. Volvió a ver la luz y con ella a sus amigas que volaban incesantes por el cielo preguntándose dónde estaría su amiga: aun tenían la esperanza de volver a verla.
Sintió alegría y pena; alegría de dejar un mundo oscuro y pena por el encierro en la que se veía presa. Una cárcel arcillosa.
Esto pensaba la golondrina cuando el artesano regresó a su faena triste y compungido por las deudas en las que estaba encarcelado y que le tenían el corazón en vilo.
(seguirá)
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