4º Deleite
Rosario llevaba algunos meses trabajando de maestra interina en un pueblo, cuando nombraron, por enero, a otro maestro, para clases de alfabetización; era un joven simpático, delgado, alto, de pelo ligeramente rubio y piel fina y pálida, al que veía poco; comían y cenaban juntos, no siempre; después de cenar, ella se encerraba en su habitación, situada en el piso de arriba, estudiando oposiciones para sacar la plaza en propiedad; él se marchaba, al bar, con los mozos del pueblo; retornaba ya de madrugada; dormía en una cama que colocó la patrona en un ensanche del pasillo muy cerca de la puerta de su habitación; ella, para salir o entrar, tenía que pasar junto a su cama; cama que no estaba separada del pasillo, ni por celosías, ni mamparas, ni biombos, ni cortinas ... y que, durante los meses de invierno, debía hacer bastante frío sin la protección de paredes; como se acostaba tarde, le oía llegar, acostarse, respirar, roncar, ... la pared que les separada estaba construida de rasilla, delgadísima; a veces, por la noche, intercambiaban algunas frases de saludo; y sin querer, aunque sus relaciones, al principio, no pasaron de la simple cordialidad, llegaron a tener cierta amistad y confianza, que se traducía en bromas inocentes alterando gozosamente su rutina.
Ya bien entrada la primavera, un sábado por la noche, regresó él joven maestro de la capital de la provincia, a la que había acudido por la tarde a ver el estreno de una película; y como otras veces la saludó al llegar, al ver la luz encendida de la habitación; como Rosarito mostrara interés por la película, se la fue contando, paso a paso, teniendo la prudencia de preguntarle, de vez en cuando, si quería seguir escuchando el relato o bien dormirse; se dio perfecta cuenta que su compañera no se estaba comportando de manera habitual; era más receptiva; más abierta; y le pedía que detallara esta u otra escena, a cual más erótica, cuasi pornográfica, ajena por completo a la pudibundez que emanaba; ante su insistencia en que continuara, lo hizo primero, con una cierta timidez; timidez que pasó en poco tiempo, al regodeo descarado, recreándose en escenas pornográficas que se iba inventando al hilo del relato, algo así como si se hubiera decidido a magrearla, a sobarla con ánimo de provocarle una incontrolada excitación sexual, cuyo fin no sería otro que llevarla al huerto, como se dice coloquialmente, al tiempo que se excitaba contándoselas.
De súbito le espetó sorprendiéndola:
-- Rosario, ¿no me digas que esto no te excita?
La negativa de la maestra interina, de la tímida Rosarito, fue clara, pero poco convincente; luego, la confianza y la amistad se confabularon con la intimidad de la noche, para que la verdad se impusiera por encima de timideces o hipocresías que no conducían a nada; y terminara afirmando, como afirmó, que efectivamente se hallaba bastante excitada, "caliente" fue la palabra que utilizó para ser mas exactos y no pecar de subjetividades:
--Voy a pasar a tu cama. Yo si que tengo la picha emporrada, dura y caliente como hierro al rojo, dijo sin poderse contener.
--¡No, por favor, no pases! Si lo haces, gritaré. Te lo pido de rodillas y por lo que mas quieras: por favor, no pases.
Ignorando las protestas verbales, penetró en su habitación, sin hacer el menor ruido que hiciera sospechar a la patrona algo de lo que después podría arrepentirse; levantó las sábanas y se acostó junto a ella, quien prudentemente, apagó la luz; ocultando así su intimidad a posibles miradas que bien pudieran poner en entredicho su honra por el pueblo; cruzó sus brazos para ocultar sus pechos y apretó sus piernas, aprestándose a una resistencia cordial, sin alharacas, ni aspavientos; que no les convenía a ninguno de los dos dar un escándalo, a no ser que se pusiera, claro está, muy pesado y agresivo.
El joven maestro, no logró derruir sus murallas, ni derribar celosías, biombos, mamparas o puertas, ni menos introducir su infantería y romper los cerrojos; y eso que puso todo el empeño posible y todo el arte aprendido en las películas; su experiencia amorosa, en la vida real, no era mucha; poco a poco el deseo se le fue retirando como las mulas al establo; tuvo que volver a su cama, como un perro derrotado y con el rabo entre las piernas, eso si, con un cierto dolor en sus testículos. Y su orgullo varonil, malherido y arrastrado. Mas tarde pensó si no estaría ella enferma aquella noche, pues a veces, cuando la acariciaba o la besaba, se le ponía la carne de gallina.
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