5: Cabo a la fuerza
En Valladolid, El Otro, si que sirvió, de verdad, a la patria: lo nombraron cabo. Si bien antes de ese nombramiento las pasó putas por su negativa a ser eso: cabo. Fueron tres negativas que le valieron su ración de prisión.
-¡Tu vales para cabo! -No, mi sargento. Yo no sé mandar. -¡Al calabozo una semana!. Para que lo pienses.
Luego la segunda:
-¡Soldado! Tienes madera de cabo.-Es que, mi sargento, no sabría por donde empezar. -Pues aprendes. -No, mire, prefiero seguir de soldado. -¡A prisión quince días! Asi reflexionarás.
La tercera:
-¡Soldado, lo tuyo es el mando! -Gracias, mi sargento, pero ya le he dicho que prefiero ser un soldado como cualquiera. -¡Soldado, pues a chirona! Pero esta vez serán... -Espere, mi sargento, lo he pensado mejor: acepto lo de cabo. Y para si se dijo: 'cabo, sargento, coronel, lavaplatos... Lo que ustedes manden'.
El único momento agradable fue cuando, por la radio, citaron a Él. No lo entendió bien. Al parecer había escrito una carta a la emisora. Y les reprochaba haber insultado a un emigrante diciendo que burro se escribía con be y no con uve. Era como llamar ignorante a ese emigrado que se dirigió a la Radio Nacional de España, emisora del régimen franquista, por carta. No se enteró muy bien. Ahora que lo piensa cree que su antiguo amigo (ese que ahora venía calle arriba) tenía un hermano trabajando en Alemania y se sintió indignado. Seguro.
Lo cierto fue que se llevó una gran alegría en un tiempo en el que, entre los calabozos y las misiones absurdas, estúpidas, según su modo de ver, en las que tuvo que participar, le tenía la moral carcomida. El día anterior, sin ir más lejos, recuerda, se halló vigilando, en la estación de Valladolid, varias horas, un paquete. Paseaba con el cetme al hombro, paso marcial, al lado del paquete, hasta el fondo de la estación y al llegar allí media vuelta y otro paseo. De cuando en cuando lo miraba. Al paquete. Entre curioso y harto de estar cuidando una caja horas y horas. Obsesionado. Con la caja. En un arranque de fastidio le pegó una patada: tenía tres paquetes con munición de caza. Pequeñitos. Y eso lo derrumbó aun más. Algún compañero le dijo después que eran balas muy caras. Para caza mayor. Pero llegó la radio y lo salvó en el momento que más lo necesitaba. Se lo agradecíó, contándoselo, cuando ambos regresaron de la mili al pueblo.
-Me encontraba aburrido, hacía un frío de narices. Solo. No sé... con el ánimo decaido. Casi desesperado. Y entonces sonó tu nombre por la radio. ¡Dios! ¡Qué alegría!
Pareció no entender Él su alegría. Ni la aversión a la mili que El Otro tenía, cuando el que había recibido el palo era Él.
Su proceder con la familia, amigos y conocidos fue, de Él, al principio, normal, pero al poco tiempo ya se vio que no era el mismo. Le costaba hablar. Eso si, cuando abría la boca era para vanagloriarse de sus hazañas en el cuartel. Y de lo conquistador de mujeres que fue. Todas se le rendieron a sus pies. Por cierto, nada más llegar al pueblo, cuando se enteró que su novia (tenía una apañito en el pueblo) se había quedado un poco coja a causa de una caida, la dejó. Algo impensable en su anterior personalidad.
Se iba acercando Él. La mirada fija en el suelo. Quizás, lo pensó de repente, iba asi, cabizbajo, por no enseñar su cara marcada, de la que antes se sentía orgulloso. Y es que, con el paso del tiempo, la cicatriz se le había ido ahondando y toda la parte izquierda de la cara había disminuido visiblemente, de modo que lo que, al principio, parecía un rostro agraciado, con una pizca de picardía y ferocidad pirata por su cara rajada, ahora aparecía una mitad de la cara llenita y sonrosada y la otra semiseca.
(seguirá)
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