Abel Leizarán, tras de veinte años ininterrumpidos de trabajo de encargado en una empresa ladrillera, lo echaron y estuvo en paro pasándolo jodido algún tiempo. Ahora ha vuelto a trabajar. Un contrato de 6 meses para el ayuntamiento de su pueblo. Pero, menos es nada.
Lo llevó el Encargado de Obras del Ayuntamiento a esa calle donde está ahora y le dijo:
-Rellenas la zanja y luego colocas los cantos y piedras, de ese montón, encima de la tierra. Que encajen y queden como antes. Y no te entretengas con esos mierdas caras de cocodrilo.
Y se marchó sonriendo, altivo, engreído, ufano de su puesto.
Y ahí se le ve a Abel Leizarán. Lleva varios días. Ya ha cubierto la zanja de tierra. Ahora viene lo mas difícil: colocar el montón de pedruscos y guijarros.
Mira el montón y se pregunta por cual empezar porque... ¡quién coños sabe cómo estaban puestos antes! Es un lío. Lo mejor empezar a ponerlos encima de la tierra. Luego... ya verá.
Y fue lo que hizo durante un buen rato.
Se paró a contemplar su tarea. Y, la verdad, no quedó muy satisfecho. Los huecos eran numerosos. El trabajo hecho parecía un queso gruyere de tantos buracos como tenía. Se desanimó. Miraba al queso y miraba al montón dando señas de impotencia. Su vista se enturbiaba. Por fin se decidió: cogió una piedra y la acerca a uno de los huecos; nada; no cuadraba. Cogió un guijarro y lo mismo: tampoco encajó. Sudaba.
Se puso nervioso. Se cabreó consigo mismo. Y ese nerviosismo y ese cabreo se incrementó porque hacía un rato que un hombre que pasaba por alli no hacía mas que mirarlo y sonreía como si se estuviera descojonando de él. Lo miró hecho una furia e iba a mandarlo a freir espárragos, cuando el individuo se acercó al montón y con uno ojo geométrico desde el montón lanzó 4 o 5 piedras y cantos hacia el queso gruyere de la zanja y se ajustaron al caer en los espacios vacíos como tornillos en sus tuercas. Se quedó asombrado. Y le sonrió. Mas para no sentirse tan inútil se acercó a los espacios recién cerrados los movió un poco y le dio dos o tres golpes con un martillo.
Siguió colocando encima de la tierra guijaros, cantos o piedras sin orden ni concierto. Pero el del ojo geométrico terminaba tapando los espacios vacíos a las mil maravillas. Y continuó demostrando su exactitud geométrica sin desmayar. Y el ex encargado ladrillero, de cuando en cuando, hacía como si se enojaba por semejante intrusión en su labor.
Llegó la hora de desayunar y se sentó en la acera. Abrió el macuto y sacó la fiambrera, pan, tenedor y cuchillo. Miró al del ojo geométrico y le ofreció parte del desayuno porque, al fin y al cabo, se lo había ganado. El otro aceptó con la cabeza, se sento también en la acera y comió con ganas. Tanto, que daba gusto verlo. Le ofreció vino, que no quiso. Pero, si agua.
-¿De dónde eres?
-Maruecos.
-¡Ah, Marruecos! ¿No tienes trabajo?
-No trabajos para mi.
Al marroquí se le nubló la cara. Era de baja estatura, delgado, de cara alargada, un poco ovalada, moreno de tez y la cara arrugada por muchos surcos. Como un cocodrilo.
-¿Se referiría a eso el encargado? -se preguntó.
Los ojos se le movían inquietos en sus órbitas. No sabía el castellano apenas. Pero un poco por monosílabos y otro poco por muecas, visajes, gestos llegó a entender, el ex-encargado de la ladrillera venido a menos, algo de su vida y el por qué de su ojo tan geométricamente exacto. Al parece era un campesino recién casado y con una hija al que la sequía hundió sus planes de vida esperanzada. De modo que cogió su ato y se largó de su tierra, de sus montañas, de su mujer y de su hija con el ánimo de salvar ese bache y volver cuando hubiera ahorrado un poco de dinero en España. Y llegó en el momento peor: cuando la crisis lanzaba al paro a miles de albañiles y otros trabajadores relacionados con la construcción. Según le contó se arrimaba a obras por si le daban trabajo. La respuesta siempre era la misma:
-Ahora no necesitamos obreros.
O a lo bestia: -¡Moros de mierda! Iros a vuestra casa.
-Son racistas. Temen que ocupéis su trabajo y los echéis. -explicó Abel.
-Racistas. Si. Racistas. Tu no eres racista.
-No, no. Yo no -y le pasó la mano por el hombro.
En cuanto a la exactitud de su mirada para captar la piedra adecuada a cada espacio vacío que tanto le había asombrado se debía, por lo que pudo colegir, a que desde pequeño había tenido que tapiar las tierras con su padre. Y en sus montañas había muchos cantos y piedras.
A veces se callaban mirando algún pardal que brincando se acercaba a comer algunas migas que se les caían del desayuno. O se ensimismaban en sus pensamientos.
El antiguo encargado de la industria ladrillera, a su vez, le contó cómo había sido encargado, un jefe en su empresa, que es como... imán, sultán, rey... muchos nombres utilizó a fin de hacerse entender por su interlocutor y de que ese era un puesto de responsabilidad en su empresa, que se quedó sin trabajo, que había estado en el paro y que tenía también una hija.
-Tu encargado, tu jefe.
-Si, si.
Se levantó. Recogió su fresquera, su tenedor, su cuchillo, su pan. Y continuó con su tarea.
-¡Abel, hoy tienes un ayudante! Así cualquiera -le voceó un vecino.
-Ya ves. Se me arrimó y no hay quien lo despegue.
-Mucho ojo, Abelito. Al menor descuido ese moro te echa del curro. Y si no... al tiempo.
El día era soleado. El sol cada minuto que pasaba se hacía notar mas su presencia. Los vencejos chillaban en el cielo azul en vuelo aparentemente anárquico, sin orden ni concierto. Un grupo de marroquíes pasó por su lado saludando al ayudante espontáneo de Abel:
-Salam aleikun.
-Aleikun salam -contestó.
-¿No te vas con ellos?
-No. Yo, solo.
-Pero son marroquíes. Arabes.
-Si. Si. Yo, bereber.
-¿Qué es bereber?
El del ojo geométrico se quedó pensativo. Sin saber que decir. De pronto el rostro se le arrugó más y una sonrisa iluminó su rostro deformando los surcos de su cara:
-Yo vasco.
Con eso bastaba. Era suficiente. Se había entendido. Berbería era una parte de Marruecos con su cultura, lengua y costumbres propias. Recordó Abel que hacía unos años, en Argelia, la policía había matado a un cantante bereber. Y él, cuyo apellido era de procedencia vasca y lo sabía, por mas que no hubiera pisado nunca Euskadi, contestó:
-O sea que eres vasco como yo -se echó a reir- ¿No serás borroka?
-¿Borroka, borroka?... No sé.
-Yo soy borroka.
-No entiendo.
También, él, ahora, se quedó reflexionando para hallar algo por lo cual se hiciera comprender. Y no se le ocurrió otro ejemplo comparativo que semejarse a un personaje histórico de Marruecos.
-Soy borroka, como Abd el-Krim... ¿comprendes?
-Se quien fue Abd el-Krim. El, muy alto. Yo, bajo.
Aquí se acabo la charla y se pusieron a trabajar como dos compañeros de toda la vida. Hombro con hombro y codo con codo. Abelito seguía poniendo piedras y mas piedras, cantos y guijarros, guijarros y cantos. Donde caían allí quedaban. Continuando así, en la cubierta de la zanja, la labor de transformarla en gruyere térreo. Pero los agujeros duraban poco porque el bereber, con su ojo geométrico, con su geométrica exactitud de mirada, los cubría de inmediato. Muchas veces tirando las piedras o los cantos directamente desde el montón.
Pero a Abel Leizarán no se le olvidaba lo que le había dicho el vecino. Y de cuando en cuando le decía que se fuera a dar una vuelta y que lo que quedaba ya lo hacía él. Pero el bereber no se separaba del tajo. Y para el borroka vasco era ya un poco pesado el bajito montañés. Le acababa de decir que se largara con viento fresco por cuarta vez.
-Mira. Ves ese bar de enfrente. Vete a tomar una cerveza. Dentro de un poco voy yo y la pago.
-Yo, te.
-Vale, pero márchate.
-No, yo contigo.
-¡Joder! ¡Vete, hostias! ¡Me tiene hasta los huevos, moro de mierda! -gritó.
Se había vuelto iracundo al ver acercase al Encargado de Obras del Ayuntamiento
-¿Te está molestando este moranco?
-No.
-¿Cómo que no, si te he oído gritarle?
-Bueno, si.
-¿En qué quedamos? Mira, mira, Abelito: tu a lo tuyo. Déjate de moros de mierda que, a lo mejor, te quitan el puesto. Algunos, los que no son vagos, dicen, que son muy buenos trabajando.
-Este no. Es un patoso.
-O sea que te ha ayudado.
-No, no.
-En fin... ¡Y acaba ya la zanja, ¡hostias!, que el patoso pareces tu y no este moro de mierda al que habría que echar al mar de donde ha venido!
El encargado, sonriendo, altivo, un poco soberbio, se alejó en dirección al bar de enfrente, donde pensaba tomarse una copa con otros empleados del ayuntamiento que a esa hora tenían una media de descanso.
Pero el bereber con su ojo geométrico lo cortó en seco lanzándole una piedra a la cabeza que lo tumbó al suelo.
El bereber miró a Abel Leizarán que lo contemplaba alelado y le dijo:
-Tu, no encargado, no jefe, no borroka. Tu, español mierda.
Le dio la espalda y se marchó corriendo.
2 comentarios:
Todavía nos hace falta mucho para ser parejos ... pero algunos vamos caminando ... aunque nos estén arrastrando otros ¡Doy gracias a esos otros que nos arrastran!
Quise entrar a "Africano" y mi chunche este no me dio acceso. Ni tampoco a mi blog de blogcindario. Espero que me de oportunidad más tarde.
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