La Esperanza, decíamos, vivía en nosotros como en una ciudadela. Y vivía en nosotros, además, montada en fuego como sobre un corcel. Asida a la lumbre de una tierra estéril.
A nosotros, que nos creíamos guardadores del fuego sagrado de la Esperanza, se nos subía de repente en histéricas carcajadas, que creíamos que eran parecidas a rayos en cielo sereno.
Casi como en un sueño creemos oír el son de un tambor espurio: ¡Paz al niño nómada que escribe su sueño de ira en las paredes! ¡Ya se oye otra vez el tantán de rebeldía en el viento!
Al principio no entendimos nada: ¡Paz al sueño iracundo del niño nómada ultrajado! ¡Ya, por fin, va teniendo húmedos tallos el albor! -al oír esta exclamación corrimos a escondernos.
Entonces, riéndose de nosotros, de ella misma, sube en limpia carcajada la Esperanza. Y yo, escondido y vestido y armado de cascabeles, estoy al acecho, en un breñal lleno de oídos.
Invoco a la Esperanza, a carcajada limpia, como un mono de imitación; y me digo: De algo hay que reírse. Ya se oye, de verdad, el sonido del tantán y al buitre no le gustan las bromas.
Y yo sigo aquí vigilando sin tambor y sin oriente.
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