La tarde antes de dejar su pueblo, rumbo a no se sabe donde, recogió los barruecos que guardaba celosamente, dirigiéndose hacia la poza, ese lugar recóndito que había arropado sus anhelos día tras día.
El sol animaba su decisión de partir; y el aire también, envolviendo el atardecer con una brisa agradable. La arena del camino se puso suave para besar sus pies. Las voces, provenientes de las eras, amortiguadas por la distancia, llegaban acariciándolo. Los motores le saludaban entregando su energía a las feraces huertas que, de vez en cuando, surgían como oasis en el yermo del llano.
Un olor a humedad le salió al paso al par que el vecino, que regaba su huerta, levantó la mano:
-- ¡Ale! -dijo, tras quitarse la gorra y enjugar el sudor de la frente con el reverso de su mano.
Trastumbar la suave pendiente, un sendero se abre a la izquierda, flanqueado de juncos y hierbas altas; seguía el curso de un arroyuelo, donde los cangrejos bailaban con sus pinzas al aire y los cocodrilos les animaban dando palmadas, al tiempo que enseñaban, risueños, sus dientes rugiendo divertidos.
Se internó entre la maleza del sendero; y las sombras de los chopos, álamos y negrillos, se inclinaban hasta besar la tierra ante los pasos del futuro emigrante, cuya meta estaba ya muy cercana.
Unos metros mas arriba el sendero se estrechaba empinándose; el terreno comenzaba a ser irregular, alfombrado de piedras que había que salvar agarrándose a ellas con las manos; allá, en lo alto, los árboles circundaban la poza, de agua limpia y fresca, alimentada por la fuente que surgía de entre las peñas; el silencio solo era violado por el cántico de los pájaros.
Llegado a ella, bebió agua de la fuente, azolvó su caz con los barruecos que, tan celosamente, había guardado hasta ese momento, resuelto a retornar; y no pasando mucho tiempo.
Se sentó a la sombra de uno de los árboles. ¡Qué a gusto se encontraba!
Contempló la charca hallándola como desconocida: como si la hubiera visto por primera vez.
Se vio reflejado en ella, como en un espejo: estaba como muerta; lo que nunca le había ocurrido.
Comprendió que, al haber cegado el cauce nutricio, había cortado de raíz su pervivencia, su perenne movimiento, y por tanto el bullicioso fluir de la vida a su alrededor; no había calibrado la trascendencia, en toda su amplitud ecológica, de la simbólica ofrenda a la tierra que había llevado a cabo.
Se acercó al caz. Hurgó en él con el objetivo de corregir el error cometido y conseguir así la permanencia en el tiempo como poza mediante el paso continuado del agua, aunque tan solo fuera un hilillo.
No quedó muy conforme con su labor, al salir mas agua de la que deseaba; no obstante lo dio por bueno embriagado por el cantarino rumor del agua sobre el agua.
Otra vez el agua corría: otra vez el mundo se movía.
Sin poderlo resistir se desnudó para darse un chapuzón, el último chapuzón; ¡bueno!... último antes de emigrar, luego, cuando volviera, que volvería, ya lo haría muchas mas veces.
Se lanzó a la poza donde tantas veces se había bañado desde que, siendo niño, se escapaba entre mediodía, después de comer, huyendo de la odiada siesta; escapada que, casi siempre, con otros amigos, planeaban por las mañanas.
Huida que, todo hay que declararlo, no siempre era coronada con éxito, ya que, a veces, muchas veces, en el momento que salía de la cama le sorprendían sus padres, obligándole a volver a ella llorando.
Allí se había iniciado en "las cosas de la vida". "Las cosas de la vida" era un modo de decir, dando un rodeo, para no aludir directamente al sexo: el pene, los testículos, la masturbación, etc., etc.; y que entre ellos no los denominaban así, sino 'la picha', 'los huevos', 'meneársela'... Más tarde comprendería que, rodeo o no, eran sin duda "las cosas de la vida" y que sin ellas, ésta, no seguiría fluyendo como el agua.
-- ¡Qué tiempos! -pensó para él.
Se lanzó de golpe en la poza. Braceó con energía en ella, como para eliminar esos pensamientos, esos malos pensamientos, que le estaban carcomiendo la moral.
Al pasar nadando frente al caz, obstruido con los barruecos, éste se desatascó del todo, viniendo sobre él, que nadaba placenteramente, una tromba de agua, bastante violenta por el agua retenida, y que, debido a la altura desde donde caía, le incrustó los barruecos en la cabeza dejándole sin sentido.
El agua lo ocultó, entrañablemente, como solo una madre sabe hacerlo, llevándolo hasta su fondo.
Allí se quedó, para siempre, sólo, soñando con otras tierras mas propicias.
Sueño del héroe emigrado:
caz con barruecos azolvado.
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