Segis abandonó sin mucha perseverancia el cerco a María.
Mas tarde le tiró los tejos a Marta, hermana de aquella, que, primero se negó, luego lo hizo a regañadientes, y después lo aceptó como un deber que hay que cumplir tarde o temprano: era Marta de rostro parecido al de su hermana pero de carácter bonachón, motejándola algunos de inocentona: casi el polo opuesto a María; sin que esto quiera decir que no se entendieran; al contrario, se querían mucho y se llevaban muy bien; eran, además de hermanas, amigas.
-¡Y pensar que fue ayer la boda! - exclamó entredientes.
No se le iba de la cabeza lo que su mujer dijo, fingiendo "¡la muy zorra!", de una manera candorosa, pero él captó la ironía sin atreverse a decirle nada:
-No te pareces en nada, pero en nada, a "Neme".
Esa observación le amargó la noche; no se podía ver libre de Neme ni en la cama de matrimonio.
Había envidiado su predicamento con las chicas; reputación que él no tenía; si, si, se apellidaba "amoroso" pero ... ¿y qué? ...
No, no había sido feliz en la vida, e intuyó que, de ahora en adelante, tampoco lo sería: mal empezaba su coyunda: su mujer le dijo en la cama, con su semblante inocente, algo que a él le pareció dicho con mucho retintín, ¡qué decía retintín!, -a él ya no le engañaría, "¡la muy puta!", con esa cara ingenua- con burla casi descarada; a la que, eso si, no supo responder a pesar de repetírselo dos veces:
-Tú, tú por lo que se ve, no te pareces a "Neme".
-Tú, tú por lo que se ve, no te pareces a "Neme".
Frase que lo había despertado inquieto y luego lo empujó fuera del domicilio conyugal. ¿Qué habría querido decir con eso? ¿Qué era "El Neme" mas hombre que él?... La habría matado pero no tuvo redaños. Ni fuerza moral para ello. Además el miedo lo atenazó.
Miedo que había sentido durante la comida de boda, produciéndole escalofríos y un sudor que le corrió por todo el cuerpo, pues una parte de los convidados -había creído advertir- habló bastante y en voz baja del herrero, pareciéndole percibir una miradas acusatorias que, sin ningún funda...
Le obligó a aparcar sus recuerdos el brocal de un pozo que surge, como por ensalmo, del centro de la tierra y se le atraviesa desafiante en su trayectoria. Apoyó las manos en él y miró extrañado al fondo. El agua semejaba un espejo frío, acerado, y dispuesto como un imán a atraerse a todo aquel amoroso que deseara encamarse en su seno. Al lado de su cara temblaba la luna de deseo. Las paredes del pozo, donde no alcanzaba la luz del día, producían una sombra negra que le pareció primero turbadora y luego espantosa.
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