13) amarra
Se paró y cortó el hilo de sus reflexiones al haber creído oír unos pasos. Miró a su alrededor sin percibir nada excepto que el día se había aclarado.
Había llegado a la pingorota; no podía subir más. Algunos jirones de niebla aún posaban sobre los tejados de las casas. El humo iba saliendo de cada vez mayor número de chimeneas y se elevaba en espiral recto al cielo entremezclándose con la neblina. Toda la pajarería comenzaba a desperezarse.
Extendió la vista por el horizonte: a sus pies tenía postrada toda la Siberia extremeña.
El castillo por esa parte se abre en un abismo profundísimo. Se sentó a su vera y tiró una piedra que resbalaba por el talud abajo oyéndose perfectamente los golpes consecutivos en el silencio de la amanecida hasta que su sonido se perdió confundiéndose con esa primera algarabía de las aves.
Sentía deseos de tirarse de cabeza al infierno. Mas estaba convencido de que no lo iba a hacer porque era un cobarde. Solo de pensar el suicidio se le puso la carne de gallina. Y se estremeció al mirar la pared del roquedo abajo. Con cuidado se fue retirando del precipicio y dándose la vuelta se dispuso a volver a casa.
Frente a él, a pocos pasos, entre dos altas piedras, su cuñada, María, la novia de Neme, acaba de desnudarse, de despojarse de su vestido negro. Vestido de luto por la muerte del Neme; muerte que sentía como si de su marido se tratara.
A pesar de los años transcurridos se mantenía fiel a su memoria y odiaba a sus asesinos; con un odio grande, casi omnipotente que se espesaba y se podía cortar con un cuchillo cuando se referían delante de ella a su amado asesinado de una manera salvaje; odio digno, limpio, exuberante, que se notaba cubriendo, casi sexualmente, su rostro, pálido y serio, de amargura; los cabellos negros y el negro pañuelo que los envolvía hacía aún más blanca y fina la cara y más rojos y mas duros sus labios; no vio a los asesinos, no los conocía, los intuía, los presentía, los olía y si de ella dependiera haría lo que habían hecho con su herrero y aún mas, muchísimo mas.
La moza, no cabía duda, imponía respeto.
-Mira, mírame bien, Segis. A ver si ahora, por fin, se te empina, se te endereza y la puedes meter hasta el corvejón, como "Neme", ¡cabrón! -dijo, desafiante, acariciándose sus genitales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario