miércoles, 28 de febrero de 2007

Madre rejuvenecida


La madre antigua rejuvenece esperando su llegada.

Remos lentos y melodiosos, goteando estrellas fugitivas, avanzan a su encuentro.

Espera ver pronto su semblante en medio de la charla y floración de los pañuelos.

Y, por lo demás, solo pide un instante de dicha, un instante de calma, para su sufrimiento infernal.

Sufrimiento, absolutamente libre de esperanzas.

Pero hoy brilla rojo, generosamente rojo, el sol. Rojo como es costumbre en el sol de África.

La esperanza también enrojece: la esperanza siempre enrojece... hasta el último momento.

Por lo que espera verla pronto aparecer y florecer entre la muchedumbre de sonrisas y pañuelos.

Remos lentos y melodiosos, generando estrellas en huida fulgurante, avanzan a su encuentro.

Asoma en lo alto de cubierta. Baja: la bajan del barco. A su hija. Lentamente. Con muchísimo cuidado.

La ven: confirmada su hermosura. Reafirmada la belleza de su cara oscura... Pura... pálida... y helada...

Tras el cristal del ataúd.

Y tampoco lo que parece

El ha de morir y ya se acaba el día

No se trata del kapo, ni la traba, ni el tonel... ni, tan siquiera, del bozal puesto en la boca como a un perro, no...

Ni de esclavos, atados, a lo largo de los eslabones del ancla, en racimo, como las uvas, y luego sumergidos hasta ahogarlos en la mar, no...

Es que la savia, imaginada en el deslizamiento de su lengua, por los labios resecos, no sube hasta sus ramas quietas...

La única, la que es alegría pascual para los otros, la perciben, sobre todo, adivinándola, por medio de sus párpados voraces...

Para la esperanza del hambriento, el plato es palabra tan fuerte como alcohol de mijo; se desliza, garganta abajo, como víbora, silbando de contento.

Pero no, no es eso, tan solo barcas rotas y ratas deslizándose cubren mis despojos, adictos ya al arrojo desesperado de la hambre viva

He de morir y ya llegó mi día