Relato contra el racismo
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Tras un invierno frío y una primavera bastante fresca, el verano se había estrenado con un día soleado que invitada a pasear.
Los pájaros piaban por doquier de contentos. Desde sus jaulas los canarios se contestaban unos a otros. En el cielo chillaban miles de vencejos y golondrinas trazando vuelos en apariencia anárquicos. Las rapaces planeaban y de cuando en cuando se lanzaban en picado hacia un prado donde se decía que habían aparecido varias víboras pero que con el año tan lluvioso se escondían entre la maleza.
Desde la ventana de su casa, Luis contemplaba todo este movimiento de la vida volandera. Se sentía feliz en comunión con la naturaleza. Casi levitaba. No le podía pedir más a la vida.
Le volvió a la realidad el sonido del teléfono móvil. Era Miguel, su amigo, quien por el comunicador, como solía llamar al móvil, le invitaba a dar un paseo, por la tarde, hasta la fuente llamada ‘Palancarruca’ y, de paso, llenar unas garrafas de agua, pues la del grifo olía y sabía mal.
Se lo dijo a Pepa, su mujer, y, a la caída de la tarde, salieron a la calle. El reloj de la torre de la iglesia daba las siete cuando emprendieron la subida hasta la fuente. En la plaza daba vueltas el camión de bomberos. Los coches pasaban con la música a tope. Recuerda el golpeteo tozudo y machacón de una pieza musical de rap repitiendo insistentemente: ’11 de septiembre, 11 de septiembre’. El rap es música pegadiza surgida en los Estados Unidos en los barrios marginales de negros y chicanos. Aquí no había ni negros, ni chicanos. Aunque, eso sí, tenían una colonia muy numerosa de magrebíes.
Su amigo Miguel venía acompañado de su mujer Juanita, de cara casi cuadrada, regordeta y muy habladora. Se inventaba fantasmas que estaban siempre mirándola, cuchicheando o incluso dispuestas al acecho para atacarla a lo largo de la conversación. Entonces, se enfrentaba a ellos casi a voz en grito, de tal modo que, muy a menudo, las gentes que pasaban se quedaban, efectivamente, mirándola. Si se exaltaba demasiado, Miguel la reprendía diciéndole irónicamente:
--Tú, Juanita, siempre haciendo amistades.
Por lo general cansaba su charla continua e incesante, pero los que la acompañaban encontraban vericuetos o sendas para evadirse de su diluvio de palabras. Ella era ella y nadie más: la reina del baile. Y quería estar siempre en el centro de la pista. Hay que decir en su favor que conseguía, a veces, atraer la atención por el colorido, gracia y salero que adquirían los acontecimientos, bien fueran imaginados o reales. En ambos casos llegaban a encarnizarse en Juanita. Entonces su charla tenía chispa.
Salieron de la población y emprendieron la subida, como ya hemos dicho, hasta la fuente que se encontraba en un alto. Arrastraban unos fardos, donde llevaban las garrafas de plástico, que eran los carros de la compra.
Miguel y Luis iban delante. Juanita y Pepa detrás. A la cola caminaba Silver, el gato de Juanita. El gato no seguía siempre el camino recto y a veces se desviaba metiéndose por entre los cardos y las amapolas que adornaban los bordes del camino. Entonces Juanita le gritaba
-¡Silver, no! ¡No! ¡Por ahí, no!
Y el gato obediente volvía al camino trillado. Mientras tanto, su ama se extendía en consideraciones que Pepa evadía atendiendo al riachuelo que dejaba oír su fluir cantarino en la lejanía, pero que ya antes de oirlo había captado su línea metálica grisácea. A ratos esa línea se cortaba en trozos blancos. Era donde el arroyo estaba cuajado de flores. Entre espacios blancos y metálicos el río se perdía a lo lejos entre el verde del prado. Un buitre y una cigüeña negra pareció asustar al gato que corrió, como una centella, a refugiarse entre unas rocas. Duró poco el susto porque, casi enseguida, se le vio beber en el arroyo. El sol calentaba molestando las molondras desvalidas.
En la fuente, afortunadamente, no había más que una niña de 4 o 5 años que llevaba una pajita en la boca. Cerca, en un banco de piedra, un hombre cuidaba un cochecito que contenía un bebe de pocos meses. Sentadas en un prado cercano tres mujeres. Se notaba que eran árabes por los pañuelos de la cabeza y sus largas vestimentas negras. Y más allá, mujeres y hombres, en derredor de la fuente, charlaban. Un hombre, que le costaba mucho andar, se sentó en otro de los bancos que rodeaban la fuente. Apenas lo hizo cuando el perro que le acompañaba comenzó a ladrar a algo que surgía de la tierra como un palo. Era una culebra que levantaba la cabeza asustando al hombre que se cayó del banco mientras el perro conseguía ahuyentar al reptil. Juanita y Miguel, con otras gentes, corrieron a socorrerlo. Era un vecino suyo. Su rostro, de un color rojo como el tomate, se había vuelto pálido como la cera de la emoción.
Una vez tranquilizado volvieron a la fuente. Allí tenían sus carros de los que la niña de la paja en la boca se había encargado de sacar las garrafas y tirarlas por el suelo.
Estaba metida de cabeza en uno de los fardos como queriendo buscar algo.
-¡Niña! ¡Qué nos has hecho! –gritó Juanita- Eso no se hace –la amonestó.
La niña miró a ella, luego al gato. Temerosa del animal se apartó de la fuente con una mirada que a los adultos les pareció entre lela, tímida, atrevida y extraña, como si en ella algo le impulsara al desafío. Inquietaba, sin llegar a dar miedo, la mocosa. Molestaba.
Cogió del suelo Juanita la primera garrafa, la enjuagó y la puso a llenar.
-Recuerdo… –dijo- Y conto una historia por ella vivida que, mira por donde, era en realidad el romance de las tres hijas de un moro.
Lo hizo porque al fondo estaban sentadas en el prado tres mujeres de origen árabe.
La niña tiró una piedrecita a una de las garrafas que estaba en el suelo, rebotó en el plástico y fue a dar en la pierna derecha de Juanita.
-¡Niña!... ¡Mira, me has hecho daño! –dijo a voces- ¡Coño! Me está poniendo nerviosa la cría esta.
Luego, Pepa y Luis se pusieron a llenar sus recipientes, mientras Juanita y su marido se alejaban de la fuente. Al pasar junto a la niña Miguel le acarició la cabeza y la niña sonrió.
Fuera por esa caricia o porque el gato se fue tras ellos, la cierto es que la niña se acercó a la fuente. Luis metió la primera garrafa en el carro y la niña se puso a hurgar allí.
-Estate quieta.
La niña insistía en tocar el carro de la compra.
-Estate quieta.
Mas seguía en su tarea de tocar todo el carro, ajena a la frase repetida. Era como esas avispas que se acercan a una persona y dan vueltas en torno a ella sin hacer caso a los manotazos que les lanza. Molesta.
-¡Ay que joderse! ¡Y ellas, tan tranquilorras! –exclamó Pepa.
-¿A quién te refieres?
-A sus madres. Allí. Tan panchas. Las moras.
Pepa no lo sabía. Sospechaba que era hija de alguna de ellas. La niña, en efecto, tenía un color ligeramente cobrizo. La cara parecía sucia sin estarlo. Sus rasgos, tomados uno por uno, no mostraban diferencias apreciables con los de cualquier niña del entorno. Pero en conjunto, si, la hacía distinta. A los extranjeros se les nota la diferencia enseguida. Los aires, los fríos, los soles, las arenas, las nieves, la forma de las montañas, el color del cielo… en fin, todos los elementos de su lugar de origen, tanto naturales como espirituales, se aúnan para modelarlos de modo que su persona se hace inconfundible, pues, sin dejar de ser igual, es diferente.
Metió la última garrafa, mientras la niña cobriza seguía, erre que erre, hurgando y manoseando. A él, como a Juanita, le estaba poniendo nervioso al no comprender, como no comprendía, la razón de esa insistencia, los impulsos que movían a la niña. Más incomprensible era, aun, su mutismo: no decía nada, no abría la boca, tenía los labios apretados como con rabia. Llegó a considerarla muda o anormal.
Cerró, apresurado, el carro teniendo que apartar con fuerza la mano de la niña que no quería dejarlo. Parece mentira pero es verdad que respiró tranquilo cuando inició la marcha en dirección a la pareja de amigos que los esperaban unos metros más allá.
La niña se quedó con la boca abierta viendo como se iban. De repente echó a correr hacia ellos y empujó el culo de Pepa que era quien llevaba ahora el carro. Pepa la apartó a un lado. La niña lanzó un grito seco, como un disparo. Sonido impensable en un ser tan pequeño. Tan escandaloso que hizo levantar el vuelo a grajos, palomas y pardales. Congregó miradas, convocando a que, el llanto, saliera de los ojos de la niña. Una de las mujeres, que estaban sentadas en el prado contiguo a la fuente, se levantó de un salto y corrió hacia la niña a la que abrazó hablándole algo y señalando a Pepa. La mujer árabe se dirigió a Pepa con tono suave. Pero, claro, incomprensible para ella, señalándole el carro.
-No entiendo –titubea Pepa.
La mujer sigue hablándole pero cada vez más alto.
-No le entiendo, señora –repite Pepa.
La mujer tras una indecisión se acerca al carro e intenta extraer una garrafa. Pepa se opone. Se produce un forcejeo.
Juanita desde lejos vocea:
-¿Qué pasa?
-Quiere llevarme una garrafa.
-¡Pero bueno! ¡Hasta ahí podíamos llegar! –grita Juanita que se acerca apresuradamente. Otras personas hacen lo mismo. La mora se agacha y coge una piedra del suelo. Pepa tiembla pero no suelta el carro. Las otras moras que se habían acercado también sujetan a su compañera, le cogen la piedra y la tiran. Ellas mismas se van llevando a la mujer hacia atrás. Los que se han acercado la increpan. Comienza la gente a exaltarse. Juanita, que está en su salsa, cuenta con gracia sus experiencias con la población de Libia y Marruecos.
-Son malos – concluye.
Miguel, su esposo, le dice que se calle para no encender más los ánimos que, de por sí, ya están un poco alterados. Consigue arrastrarla apartándola de los alrededores de la fuente porque ha visto a la Guardia Civil y porque se ha dado cuenta de que algunos vecinos han avisado con los teléfonos móviles a otras personas.
Ya bajando la cuesta hacia el pueblo ven subir a numerosos jóvenes extranjeros y por una callejuela paralela aparece un nutrido grupo de oriundos.
Juanita se acuerda de su gato:
-¡Silver, Silver! ¡Bis, bis, bis!
El gato, que se había metido entre cardos y amapolas, aparece junto a su ama.
-Pues sí, Miguel, son malos…
-Habrá de todo –responde Miguel.
Y se enzarzan en una discusión interminable que produce en Pepa una tranquilidad que necesitaba.
2. Epílogo:
El segundo día de verano, como el primero, había amanecido soleado. Los balcones de las casas llenos de geranios. Los árboles agradecidos movían ligeramente sus ramas de un verde luminoso como el día. El cielo estaba limpísimo. Las nubes habían emprendido viaje rumbo a otros inviernos o primaveras. Los pájaros a esa hora de la mañana estaban en sus nidos. Los canarios en sus jaulas comienzan a desperezarse. Luis se despertó con el recuerdo de la mora empuñando la piedra. No lo entendía. Y por mucho que Juanita asegurara que los árabes eran malos, él estaba con la opinión de Miguel: unos lo serán y otros no.
En esta reflexión estaba cuendo su mujer entró en la casa. Pepa traía en carro de la compra. Había salido al mercadillo.
-¿Qué haces?
-Aquí, pensando en lo de ayer.
-Ah, pues el diario dice que hubo incidentes racistas entre jóvenes que fue parado por la Guardia Civil.
-¡No jodas!
-Eso dice, mira.
-Ya lo leeré…
Pepa se sentó. Lo miró y se sonrió.
-¿Por qué te sonríes?
-Verás, ¿te acuerdas que la niña llevaba una pajita en la boca?
-Si.
-Pues debió de caérsele dentro del carro. Eso es lo que buscaba con tanta insistencia.
-¿La has encontrado tu en el carro?
-No.
-Entonces…
-Era una de esas pajitas que se venden en las chucherías. Llevan caramelo dentro. Y con el calor y el agua se derriten. Estaba todo el fondo del carro pegajoso…
-De modo que la señora no nos quería quitar la garrafa… En fin…