35. FIN... por ahora
El color violáceo del vino, su olor, el marrón de la jarra, los grados del vino, que se le habían subido a la cabeza, y las palabras de Omar invitándoles a rezar en nombre del amor, consiguieron secuestrar a Rusten de la bodega y encerrarlo en la celda de sus recuerdos.
Bebía como ausente.
La parte más espiritual de él estaba en otra parte. Las manos pasaban una y otra vez desde la boca hasta el asiento de la jarra.
Y suspiraba viéndola ahí, presente, cerca de él, en la orilla del arroyo, cerca del prado donde pastaban las vacas; jugaba con ella; le había escondido un pañuelo y él lo buscaba en el cuerpo de ella; le agarraba por detrás los hombros y bajaba sus manos a lo largo de los brazos de ella; suaves como la seda; temblaban como campanas sonoras; y temblando abrió sus manos dejando caer el pañuelo y reía azorada...
Levanta la vista de la jarra posándola como un orate en sus amigos; mirando sin ver. Ellos siguen hablando, si bien no dejan de percatarse que algo le pasa...
Retornan sus ojos al vino de la jarra y se contempla reflejado en él; la mesa se mueve; tiembla la jarra; el líquido desfigura su rostro; y, cuando reaparece, es ella quien lo mira moribunda en el muladar; rostro violáceo, labios violáceos, ojos violáceos; tiembla de frío, de pena, de horror, de asco, de nostalgia; musitan los labios; lo oye:
--"¡Ay, Rustem, Rustem, ¿por qué te he abandonado?"
Los ojos manan lagrimas que siembran todo el muladar de violetas; aprieta las violetas como quien lleva un ramo de ofrenda; las acerca a olerlas; el fuerte olor del vino joven le hace recobrar un poco la conciencia; dice en voz alta:
--Lo mismo que yo me hallo ahora, ensombrecido el rostro por preocupaciones amorosas, pensando en esa mujer de la que está esclavizado mi pensamiento... así, antaño, este jarro, modelado en la arcilla por las manos del sensible alfarero -y pasa el dedo por la superficie de la jarra- fue un triste amante prendido de la cabellera de una dama.
Me diréis que por qué digo esto: mirad, mirad, contemplad su asa; ¿¡la veis!?... ese asa, ha sido, sin duda, el brazo que rodeó y acarició mil veces el blanquísimo cuello de una mujer, para él la más querida.
Bebió todo el contenido de la jarra. La abrazó. Colocó su cabeza junto a la jarra y se puso a dormir la mona.