El rastro era visible. Pero no estaba seguro de que fuera precisamente de ella. No obstante lo seguí. La dificultad radicaba en que, a veces, se perdía toda señal y entonces me desesperaba. Para distraerme de la búsqueda, hasta ahora infructuosa, contemplaba el paisaje. Me recreaba mirando las lomas y laderas de los montes cuajadas de flores amarillas. De la primavera, muy lluviosa, se había pasado, casi de sopetón, al verano. Y el calor del sol ha acelerado la floración de las plantas. El olor a tomillo y romero lo impregnaba todo. Yo dejaba que el aroma me acariciara. Llenaba mis pulmones de aire puro y seguía caminando sin olvidarme de ella. No quería que se extraviara. Mis padres menos. Mi padre fue tajante, clarísimo, en su mandato:
-Vete a buscarla y encuéntrala. No podemos perderla.
No podía defraudarle.
A esa hora de la mañana los insectos comenzaban a salir al sol. Siguiendo una de las señales dejadas por ella, subí hasta un risco por ver si, desde lo alto, podía divisarla. Me tropecé con una piedrecilla y, al mirar al suelo, descubrí que entre las hierbecillas volaban cientos de insectos. Era un fenómeno que no se veía a simple vista. Sin duda era el mimetismo de esos seres confundiéndose con el color verde oscuro, casi ceniciento, de las hierbas lo que hacía casi imperceptible su trajín mañanero. De modo que, no sé por qué, me alegré del descubrimiento. También los animales diminutos tenían armas para defenderse...
Me acordé de un escrito, a propósito de Darwin y la lucha por la vida, que trataba de unas mariposas blancas cuya defensa estaba en posarse en los troncos blanquecinos de los árboles del entorno porque así descansaban y se confundían con él, pero con la contaminación, el humo de las fabricas y de las minas, ennegreció los troncos y con el tiempo desaparecieron; es decir: las mariposas, fácilmente localizables en el tronco negruzco de los árboles, fueron presa fácil de las aves.
Sin duda ella también podría esconderse en algún lugar. Mimetizarse. Había muchos rincones donde poderse cobijar, esconder... Me paré un momento mirando en derredor, pero... nada, nada de ella. Por parte alguna. En la pingorota del risco descansé un rato sentado en una piedra. El cielo estaba cada vez más diáfano. De un azul pálido. Las moscas, como el sol apretaba, estaban ya rabiosas. Las espanté con la gorra que me había quitado de la cabeza.
No podía pararme más tiempo porque, luego, hacía mediodía, el sol haría imposible el paseo y, por tanto, tenía que encontrarla antes de que él, el sol, el poderoso astro, lanzara sus llamas más ardientes y nos achicharrara. Tenía necesidad de encontrarla antes de que eso ocurriera.
Seguí mi andadura. El fondo de montes, lomas, laderas y riscos, como ya dije, estaba teñido del amarillo chillón de arbustos: escobón morisco, la retama, la carquesa o el piorno. Pero, a mis pies, los colores que enseñoreaban la tierra eran el blanco, el amarillo y el morado: el blanco de las margaritas, el amarillo de los botones de oro o el morado del brezo, del cantueso o del romero. Acá y allá pastaban rebaños de vacas y ovejas. De cuando en cuando algún becerro llamaba a su madre. O el potente vozarrón del toro se oía rebotando de risco en risco y llenándolo todo.
Tras un recodo del camino volvieron a aparecer señales evidentes, y recientes, del paso de ella por aquellas andurriales. La esperanza retornó a mi descorazonado ánimo. Apreté el paso. En mi camino ya no solo se cruzaban moscas, también algún tábano que otro intentaba hincarme el aguijón. Me era urgente hallarla, si no mi padre... se iba a poner como una furia. Trastumbar una cuestecilla la vi. Allí estaba. Caminando tan pancha. A ratos agachaba la testa. Otras miraba a derecha e izquierda. Ella, también, como yo, espantaba las moscas como podía. Me dio rabia, coraje, su cachaza, su pachorra. Me enfurecí. Y a pesar de que le tenía cariño, cogí un palo, eché a correr y le pegué. Con fuerza. No dijo nada. Eso si, echó a correr camino adelante.
En ese momento, precisamente en ese, hacia la izquierda, tras unos arbustos, apareció un becerro quien, bramando, llamaba a su madre. Entonces, si, miró en esa dirección, lanzó un bramido, y echó a correr, cagando de alegría, hacia su hijo.
La manada estaba cerca. El calor arreciaba. Por fin podía irme a casa. A comer. Y decirle a mi padre con orgullo:
-Encontré la vaca y la devolví al rebaño.
Y es que, en estos tiempos de crisis, no se puede dejar perder una res. Hay que seguirle el rastro. Por leve que sea. Y siendo pobres, más aun. Así es la vida. Y su lucha por sobrevivir.