1.
Aquel episodio lo tiene gravado para siempre. Y ese episodio le hizo ser muy muy callado, sopesando cada palabra que decía como si le costara un triunfo abrir la boca; o pensara que no valía la pena mover los músculos de esa abertura de la cara para resultado tan pobre como era el que una vez despegadas ambas carnosidades de la boca se juntaran a los pocos segundos; y precisamente por eso le daba poca trascendencia a lo que decía, pues pensaba que valía menos que el pedo de una hiena vieja.
En fin como no sabemos si se han entendido, convenientemente, las anteriores palabras, narraremos los hechos tal y como sucedieron. Pero antes reconozcamos que, para muchos de los habitantes de aquel pueblo, para la inmensa mayoría, los hechos resultaron extraños y muy difíciles de creer. Y tal y como él insistió en contarlos, la verdad, daba toda la impresión de ser eso, un cuento.
Empecemos: A primeras horas de la mañana de un día de verano entra por una calle, que desemboca en la plaza del pueblo, un hombre joven, moreno, de cara alargada, nariz aguileña, sudoroso, algo cansado, con un pantalón negro de domingo, todo polvoriento, una camisa blanca, manchada y rota, y se dirige, decidido, a una cabina de teléfonos.
Algunos madrugadores que a la sazón se hallaban esperando la apertura de un bar que rezaba en su rótulo Bar La Plaza lo miran extrañados. En los pueblos cualquier individuo forastero que aparece de improviso atrae la atención y más con aquella apariencia. Y las preguntas no tardan en llegar entablándose una conversación que dura todo el tiempo del mundo y del ultramundo hasta que terminan sacándole punta aguzando el lapicero del cerebro. Y en este caso la chispa del extraño prendió en los mirones que enseguida se interrogaron acerca del personaje que había hecho su aparición en la plaza como un rayo extraño en el cielo sereno del amanecer de su pueblo: -Ese, ¿quién es? -preguntó uno. -No lo he visto en mi vida -respondió otro.
Mas uno de los espectadores de ese espectáculo mañanero, que nosotros nos atreveríamos a calificar de la mar de corriente, les fue sacando de dudas mostrándoles quién era el mozo que hablaba en la cabina de teléfonos... -¿No lo conocéis? ¿De verdad? -Pues no. No lo conocemos.
Primeras preguntas por parte del interviniente que le hicieron comprender que, de verdad, y no de coña, los otros que le escuchaban efectivamente desconocían al mencionado invasor de la plaza de su pueblo -Pues, es Ángel, el marido de la hija de Recio. Así se llama.
Al nombrar a la hija de Recio la atención o el interés momentáneo se desvió del personaje extranjero aparecido de improviso hacia la hembra citada y su recio padre -¡Coño! ¿Se ha casado Beatriz? No lo sabía. -Claro, no vas por la iglesia.
Puede que el que no esté familiarizado con las costumbres de los pueblos o de la santa iglesia católica apostólica y romana les sorprenda el engarce del desconocimiento del casorio con no visitar una iglesia, pero es el caso que la vida espiritual es regida por la dichosa iglesia y el hecho de querer juntarse dos que desean vivir unidos en pareja los tiene que uncir, como los bueyes, la coyunda de la santa madre iglesia y para que el mundo sepa de esa coyunda, para que se entere, en los templos católicos se anuncia el casamiento de los amantes con varios semanas de antelación ante los feligreses que son generalmente la mayoria de los habitantes del pueblo. La mayoría. Porque siempre hay alguna oveja negra, descarriada, (para mayor honra de la negra o descarriada) que se sale del común y se atreve, osa, desafiar esas costumbres y vive rebelde a los inquisidores sacerdotales.
-Es verdad. No voy por allí. Me dan repelús las iglesias. ¿Y cuándo fue la boda? -Ayer. Yo fui invitado.
Entonces, ante ese ayer categórico y cercano día, aunque pasado muy presente, surgen las preguntas, más preguntas y más lógicas; muchas de ellas salidas de los órganos genitales de jóvenes, porque eran jóvenes, los cuales oyentes de un ayer que es casi en este momento y como momento que no da tiempo a nada cuando se está deseando todo; salidas, si, de jóvenes berracos, tal vez; y jóvenes de pueblo; pero que, cuando la sangre hierve, hierve aquí y en París y lo que no se entiende no se entiende -¡¿Ayer?! ¡¿Y en vez de estar encamado viene del campo?! ¡¿A estas horas?! Y además del lugar de donde ha venido. No sé... No sé... Aquí hay busilis. Lo digo yo: busilis. -Ya sé lo que estás pensando. Lo mismo que yo -se atrevió a decir otro. -¡Ojo! Que no es pensar mal. No lo conozco de nada. Pero venía del mismo risco y... - De allí venía sin duda. -¡Hombre! Puede haber ido a pasear por el pinar... -lo excusó el que dijo haber ido a la boda.
Excusa que provocó la risa de los otros. Tan sonora risotada hizo que varios que acudían al bar preguntaran el por qué de tanta alegría. Y en ese momento salió el tal Ángel de la cabina y el que había ido a su enlace matrimonial, separándose del grupo, se dirigió hacia él saludándolo. -¡Eh, muy temprano has dejado sola a la mujer. -Pues si. Me desperté y como estoy acostumbrado a madrugar, salí a dar un paseo. Me gusta. -Ya ya... Claro... Te gusta... -se quedó en suspenso sonriendo- Y... por el camino te has caído.-¿Por qué dices eso? -¿Por qué? Que por qué... ¿Tú te has visto? Mira como vienes...
Sorprendido miró y remiró sus vestidos reconociendo que estaba hecho un adefesio. Se sacudió el polvo de los pantalones y al ver su camisa rota dijo:
-¡Qué desastre, hasta la camisa! Bueno... verás... a lo mejor no te lo crees... la verdad es que... paseando oí a un halcón peregrino... miré al cielo y vi que se dirigía hacia un risco... -¿El Risco del Suicida? -Ese, ese... Allí tenía el nido. Di vueltas al risco pero solo se llegaba al nido por la parte del talud. De modo que comencé a gatear... -¿Comenzaste a subir? ¿Por la parte más empinada? -replicó incrédulo- Muy peligroso, ¿no? -Y tanto... Subí, subí y subí... Mas como tardaba mucho en llegar me arrepentí. Y decidí bajar. Pero... ¡hostias!... cuando miré abajo me dio miedo: estaba muy arriba del suelo. A si que no tuve más remedio que seguir trepando hasta llegar a la plataforma y... Bueno, me tengo que ir. Otro día hablamos.
El recién casado se alejó por una calleja, al fondo de la cual torció a la izquierda.
Cuando el invitado a la boda se unía al grupo de madrugadores del Bar La Plaza Ángel entraba en otro bar cercano a la casa de los padres de su mujer y se puso a conversar con los pocos parroquianos que, a esa hora, estaban allí y que conocía por ser amigos de Recío, su suegro; tuvo que responder a sus preguntas curiosas contándoles el seguimiento que había hecho al halcón peregrino.
Pronto la gente fue atando cabos e inmediatamente se fue corriendo por el pueblo que el marido de la hija de Recio se había intentado suicidar. Afortunadamente, en el último momento, se había arrepentido. Pero con todo y con eso estaba herido, pero vivo...
No así el primer marido de Beatriz, todos lo recuerdan, que murió una mañana temprano. Se habló mucho de ello y de los motivos. Sobre todo del posible gatillazo. Eso lo trastornó. Lo cierto es que se subió al Risco El Suicida y desde arriba se tiró. 60 metros. Murió instantaneamente.
... y un viejo en el bar le reflexionaba a Ángel diciéndole que qué habría ganado con ello pues nada te lo digo yo porque mira ahora ella es tu mujer se ha casado contigo y es que un gatillazo lo tiene cualquiera se bebe y mucho y eso que parece que a uno le da más potencia es todo lo contrario y se baila se baila hasta altas horas es agotador y luego uno no puede y es natural ¿por eso matarse? no merece la pena te lo digo yo que ya he vivido años muchos años y hasta la mujer y los hijos se me han muerto pero yo continúo aquí dando la matraca y mira también tuve tentaciones de suicidarme pero lo pensé mejor y me dige no merece la pena no señor no merece la pena la muerte que venga si pero cuando quiera hazme caso de modo que te digo que si que has hecho bien muy bien la muerte que venga cuando tenga que venir pero ¿por un gatillazo? ¿morirse por un gatillazo? ni hablar ni hablar del peluquín la valentía la fortaleza es seguir...
Así le razonaba el anciano a Ángel y por más que le asegurara que él no tenía nada que ver con el antiguo marido de su esposa, que no había tenido ningún gatillazo, ni, por supuesto, había ido a quitarse la vida a ningún sitio, su acompañante de mesa, seguía erre que erre sermoneándolo.
Esperaba a un amigo, si no ya se hubiera ido del bar para no aguantar la cantinela del viejo. Por eso se hubiera ido y porque, bueno, además, habían entrado muchos del pueblo y observó que las miradas convergían en ellos dos y cuchicheaban.
-¿Por que nos miran? -No nos miran. Te miran a tí -le respondió el anciano. -¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? -No te enfades. Te miran y se acuerdan del suicidio del otro. -Pero cómo tengo que decir que... -se paró porque de repente pensó que sus palabras tal vez, para ese viejo, valíeran menos que el pedo de una hiena vieja.
En ese momento llegó la persona que esperaba y se marchó apresuradamente del bar. Le estaba fastidiando ya todo lo del antiguo marido de su mujer.
Aquel episodio lo tiene gravado para siempre. Y ese episodio le hizo ser muy muy callado, sopesando cada palabra que decía como si le costara un triunfo abrir la boca; o pensara que no valía la pena mover los músculos de esa abertura de la cara para resultado tan pobre como era el que una vez despegadas ambas carnosidades de la boca se juntaran a los pocos segundos; y precisamente por eso le daba poca trascendencia a lo que decía, pues pensaba que valía menos que el pedo de una hiena vieja.
En fin como no sabemos si se han entendido, convenientemente, las anteriores palabras, narraremos los hechos tal y como sucedieron. Pero antes reconozcamos que, para muchos de los habitantes de aquel pueblo, para la inmensa mayoría, los hechos resultaron extraños y muy difíciles de creer. Y tal y como él insistió en contarlos, la verdad, daba toda la impresión de ser eso, un cuento.
Empecemos: A primeras horas de la mañana de un día de verano entra por una calle, que desemboca en la plaza del pueblo, un hombre joven, moreno, de cara alargada, nariz aguileña, sudoroso, algo cansado, con un pantalón negro de domingo, todo polvoriento, una camisa blanca, manchada y rota, y se dirige, decidido, a una cabina de teléfonos.
Algunos madrugadores que a la sazón se hallaban esperando la apertura de un bar que rezaba en su rótulo Bar La Plaza lo miran extrañados. En los pueblos cualquier individuo forastero que aparece de improviso atrae la atención y más con aquella apariencia. Y las preguntas no tardan en llegar entablándose una conversación que dura todo el tiempo del mundo y del ultramundo hasta que terminan sacándole punta aguzando el lapicero del cerebro. Y en este caso la chispa del extraño prendió en los mirones que enseguida se interrogaron acerca del personaje que había hecho su aparición en la plaza como un rayo extraño en el cielo sereno del amanecer de su pueblo: -Ese, ¿quién es? -preguntó uno. -No lo he visto en mi vida -respondió otro.
Mas uno de los espectadores de ese espectáculo mañanero, que nosotros nos atreveríamos a calificar de la mar de corriente, les fue sacando de dudas mostrándoles quién era el mozo que hablaba en la cabina de teléfonos... -¿No lo conocéis? ¿De verdad? -Pues no. No lo conocemos.
Primeras preguntas por parte del interviniente que le hicieron comprender que, de verdad, y no de coña, los otros que le escuchaban efectivamente desconocían al mencionado invasor de la plaza de su pueblo -Pues, es Ángel, el marido de la hija de Recio. Así se llama.
Al nombrar a la hija de Recio la atención o el interés momentáneo se desvió del personaje extranjero aparecido de improviso hacia la hembra citada y su recio padre -¡Coño! ¿Se ha casado Beatriz? No lo sabía. -Claro, no vas por la iglesia.
Puede que el que no esté familiarizado con las costumbres de los pueblos o de la santa iglesia católica apostólica y romana les sorprenda el engarce del desconocimiento del casorio con no visitar una iglesia, pero es el caso que la vida espiritual es regida por la dichosa iglesia y el hecho de querer juntarse dos que desean vivir unidos en pareja los tiene que uncir, como los bueyes, la coyunda de la santa madre iglesia y para que el mundo sepa de esa coyunda, para que se entere, en los templos católicos se anuncia el casamiento de los amantes con varios semanas de antelación ante los feligreses que son generalmente la mayoria de los habitantes del pueblo. La mayoría. Porque siempre hay alguna oveja negra, descarriada, (para mayor honra de la negra o descarriada) que se sale del común y se atreve, osa, desafiar esas costumbres y vive rebelde a los inquisidores sacerdotales.
-Es verdad. No voy por allí. Me dan repelús las iglesias. ¿Y cuándo fue la boda? -Ayer. Yo fui invitado.
Entonces, ante ese ayer categórico y cercano día, aunque pasado muy presente, surgen las preguntas, más preguntas y más lógicas; muchas de ellas salidas de los órganos genitales de jóvenes, porque eran jóvenes, los cuales oyentes de un ayer que es casi en este momento y como momento que no da tiempo a nada cuando se está deseando todo; salidas, si, de jóvenes berracos, tal vez; y jóvenes de pueblo; pero que, cuando la sangre hierve, hierve aquí y en París y lo que no se entiende no se entiende -¡¿Ayer?! ¡¿Y en vez de estar encamado viene del campo?! ¡¿A estas horas?! Y además del lugar de donde ha venido. No sé... No sé... Aquí hay busilis. Lo digo yo: busilis. -Ya sé lo que estás pensando. Lo mismo que yo -se atrevió a decir otro. -¡Ojo! Que no es pensar mal. No lo conozco de nada. Pero venía del mismo risco y... - De allí venía sin duda. -¡Hombre! Puede haber ido a pasear por el pinar... -lo excusó el que dijo haber ido a la boda.
Excusa que provocó la risa de los otros. Tan sonora risotada hizo que varios que acudían al bar preguntaran el por qué de tanta alegría. Y en ese momento salió el tal Ángel de la cabina y el que había ido a su enlace matrimonial, separándose del grupo, se dirigió hacia él saludándolo. -¡Eh, muy temprano has dejado sola a la mujer. -Pues si. Me desperté y como estoy acostumbrado a madrugar, salí a dar un paseo. Me gusta. -Ya ya... Claro... Te gusta... -se quedó en suspenso sonriendo- Y... por el camino te has caído.-¿Por qué dices eso? -¿Por qué? Que por qué... ¿Tú te has visto? Mira como vienes...
Sorprendido miró y remiró sus vestidos reconociendo que estaba hecho un adefesio. Se sacudió el polvo de los pantalones y al ver su camisa rota dijo:
-¡Qué desastre, hasta la camisa! Bueno... verás... a lo mejor no te lo crees... la verdad es que... paseando oí a un halcón peregrino... miré al cielo y vi que se dirigía hacia un risco... -¿El Risco del Suicida? -Ese, ese... Allí tenía el nido. Di vueltas al risco pero solo se llegaba al nido por la parte del talud. De modo que comencé a gatear... -¿Comenzaste a subir? ¿Por la parte más empinada? -replicó incrédulo- Muy peligroso, ¿no? -Y tanto... Subí, subí y subí... Mas como tardaba mucho en llegar me arrepentí. Y decidí bajar. Pero... ¡hostias!... cuando miré abajo me dio miedo: estaba muy arriba del suelo. A si que no tuve más remedio que seguir trepando hasta llegar a la plataforma y... Bueno, me tengo que ir. Otro día hablamos.
El recién casado se alejó por una calleja, al fondo de la cual torció a la izquierda.
Cuando el invitado a la boda se unía al grupo de madrugadores del Bar La Plaza Ángel entraba en otro bar cercano a la casa de los padres de su mujer y se puso a conversar con los pocos parroquianos que, a esa hora, estaban allí y que conocía por ser amigos de Recío, su suegro; tuvo que responder a sus preguntas curiosas contándoles el seguimiento que había hecho al halcón peregrino.
Pronto la gente fue atando cabos e inmediatamente se fue corriendo por el pueblo que el marido de la hija de Recio se había intentado suicidar. Afortunadamente, en el último momento, se había arrepentido. Pero con todo y con eso estaba herido, pero vivo...
No así el primer marido de Beatriz, todos lo recuerdan, que murió una mañana temprano. Se habló mucho de ello y de los motivos. Sobre todo del posible gatillazo. Eso lo trastornó. Lo cierto es que se subió al Risco El Suicida y desde arriba se tiró. 60 metros. Murió instantaneamente.
... y un viejo en el bar le reflexionaba a Ángel diciéndole que qué habría ganado con ello pues nada te lo digo yo porque mira ahora ella es tu mujer se ha casado contigo y es que un gatillazo lo tiene cualquiera se bebe y mucho y eso que parece que a uno le da más potencia es todo lo contrario y se baila se baila hasta altas horas es agotador y luego uno no puede y es natural ¿por eso matarse? no merece la pena te lo digo yo que ya he vivido años muchos años y hasta la mujer y los hijos se me han muerto pero yo continúo aquí dando la matraca y mira también tuve tentaciones de suicidarme pero lo pensé mejor y me dige no merece la pena no señor no merece la pena la muerte que venga si pero cuando quiera hazme caso de modo que te digo que si que has hecho bien muy bien la muerte que venga cuando tenga que venir pero ¿por un gatillazo? ¿morirse por un gatillazo? ni hablar ni hablar del peluquín la valentía la fortaleza es seguir...
Así le razonaba el anciano a Ángel y por más que le asegurara que él no tenía nada que ver con el antiguo marido de su esposa, que no había tenido ningún gatillazo, ni, por supuesto, había ido a quitarse la vida a ningún sitio, su acompañante de mesa, seguía erre que erre sermoneándolo.
Esperaba a un amigo, si no ya se hubiera ido del bar para no aguantar la cantinela del viejo. Por eso se hubiera ido y porque, bueno, además, habían entrado muchos del pueblo y observó que las miradas convergían en ellos dos y cuchicheaban.
-¿Por que nos miran? -No nos miran. Te miran a tí -le respondió el anciano. -¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? -No te enfades. Te miran y se acuerdan del suicidio del otro. -Pero cómo tengo que decir que... -se paró porque de repente pensó que sus palabras tal vez, para ese viejo, valíeran menos que el pedo de una hiena vieja.
En ese momento llegó la persona que esperaba y se marchó apresuradamente del bar. Le estaba fastidiando ya todo lo del antiguo marido de su mujer.