Iba por la calle El balanceando su bolsa de verduras como si exibiera un trofeo, al tiempo que movía su cuerpo como un mono, la cabeza erguida. Frente a él, a pocos metros cerca de su casa, venían una madre, a la que conocía, y su hijo. El niño lo apunta desde esa distancia y le dice a la progenitora:
-Mamá, un hombre.
Él se dijo para sus adentros que si, que era un hombre.
El niño vuelve a insistir:
-Mamá, mira ese hombre.
Entonces a Él le extrañó que el niño pusiera tanto empeño en que la madre mirara. Y pensó que no tenía nada de particular para que la criatura redoblara sus exigencias a fin de que la señora tuviera que fijar su mirada en su humilde persona.
El niño esta vez agarrándose a las faldas de su madre exclamaba:
-¡Mamá, mamá! Mira al hombre. Tengo miedo.
-Adios El -lo saludó la mujer.
-Adios -le respondió el de la bolsa.
-Mamá, ¿lo conoces? Me da miedo.
Le resonaba en sus oídos la conversación cuando El entró en casa. Ella aun tenía los pelos del gato en la mano. Mano que apretaba sus órganos genitales. Cerró el puño y apartó su mano de la entrepierna. Su marido dejó la bolsa encima de la mesa del comedor. Miró a su mujer. Y viéndola así, con la blusa pegada a su piel por el sudor, los pezones puntiagudos, le entró una comezón, un desasosiego, una inquietud... De modo que fue a sentarse en uno de los sillones echando al gato que marchó azuzando y se despatarró.
Ella observó el color de la bolsa de plástico y le dijo sorprendida:
-¿Dónde has comprado las verduras?
-Donde tu novio.
-Ya empiezas otra vez.
-Mi dio de repente por comprárselas al verdulero.
-Pero ya te he dicho que no quiero que vayas por allí. Es muy caro...
-Me las ha regalado.
.No te lo creo.
-Ha dicho que te diera recuerdos. Aun te quiere.
-Tu que sabrás si...
-Anda, ven acá, cariño.
¡Ah, cariño cariño! Sabía lo que quería decir eso de 'cariño'. Como siempre. Y se volvía violento si se negaba. De modo que se acercó a Él. Tenía ya el pene entre las manos que para eso si le servían. Ella estaba, en cierto modo propicia para la cópula, pues con su excitación se le había humedecido la vagina. El le levantó la falda, le bajó las bragas y la penetró sin más prolegómenos. Ella le pasó los brazos por el cuello y ladeó su cara a la derecha por no verle la parte izquierda rechiseca, el labio torcido y el ojo hundido y pequeñito.
-¿Qué, te gusta así? -le dijo Él empujando su pene.
-Espera, espera. Hazlo poco a poco.
-¿Así?
-Si. Así. Así. Con cuidado.
Separó de El la cara y lo observó. Luego se fue acercando poco a poco. Los pelos de la melena de Ella se acercaban a su cara. Entonces lo abrazó. Y empujo su monte de Venus hasta pegárselo a los pelos de su marido. Notó que el pene de El se endurecía. Y empujó y empujó y empujó... Su cuerpo (el de Él) se revolvía, se agitaba y cuando más se revolvía y se agitaba más se le endurecía el pene provocándole a Ella una viva excitación, un gozo nunca sentido.
-Me ahogo -se le oyó a El decir.
-¡No, por favor! ¡Ahora no! ¡Joder! ¡Aguanta! -Y siguió moviendo su cuerpo contra el del marido. ¡Qué gozo, qué placer! Ellá, era, ahora, quien dirigía, y profundizaba o se quedaba en la superficie quitando lastre. A su servicio. Regía los tiempos sin ser consciente de ello. Dejaba deslizarse esa cosa que no sabría describir... como una lengua suave, cálida y dura... que quería aprisionar para que no se moviera, pero que, no obstante, quería que se fuera, y resbalaba, resbalaba, resbalaba... y Ella se iba, con eso, por un tobogán... que angustiaba y producía, al mismo tiempo, un placer infinito... esa cosa, a cada embestida, se alargaba, se adentraba más y mas y mas...
-No puedo más. Me ahogo -repitió empujándola de si.
-No puedo más. Me ahogo -repitió empujándola de si.
Obligada a separarse de El contempló como temblaba el cuerpo de su esposo. La cara roja, casi amoratada. Aliviado, sin duda, del ahogo había cerrado sus ojos, mientras acezaba con la boca abierta. Su pecho subía y bajaba rapida y violentamente.
-Me he visto morir -dijo con voz temblorosa- A lo mejor... eso es lo que querías... que me muriera... ¿No?...
-Por favor, no me digas eso. Me ofendes. Y quien tenía que estar enfadada era yo que me has dejado con las ganas...
-Si muero te podrías ir con el verdulero que tiene buenos dineros.
-No sigas con eso, por Dios te lo pido.
-Dejarías así de ver mi cara monstruosa. Y joderías con gusto con El Otro. Bien sé que eso es lo que piensas. Si follas conmigo es porque te mantengo.
-No me atormentes más -dijo ella llorando.
-Eres una verdadera zorra. No has dado palo al agua en tu vida. Otras parejas trabajan los dos y tienen coche y piso y van de vacaciones y... nosotros... nosotros... no tenemos ni donde caernos muertos -A El cada palabra que salía de su boca lo iba enfureciendo más y más y apretaba los puños- ¡Quítate de mi vista! ¡Hostias! ¡Me das asco!
Ella, arrodillada ante Él, con el pene aun en su vagina, se sentía ofendida e indignada; la cara se le puso roja, apretó los puños también Ella y... Y notó algo en su mano. Abrió los dedos: eran los pelos del gato. Los miró. Lo miró a Él. Giró la vista en derredor: toda la casa estaba en silencio, las persianas bajadas...
En la semioscuridad de esa mañana calurosa brilló un relámpago, sonó un trueno que hizo retumbar toda la casa y comenzó a llover golpeando las gotas en los cristales. Tenía que terminar así, en tormenta, estaba previsto: el cielo se había ido aborrascando.
Fue una mañana de calor, pero de calor 'sahariano', cuando, digámoslo así, sucedió aquel 'accidente tormentoso'.
Ese vocablo 'sahariano'... lo hemos dicho ya... pero lo volvemos a repetir, lo tomamos del escritor Eusebio García Luengo. Lo usaba cuando quería describirnos el calor de Madrid. Y a continuación decía que él nunca había estado en el Sahara. Nosotros tampoco. Pero su influjo era patente.