martes, 31 de agosto de 2010

Iswe Letu: Menos que el pedo de una hiena vieja (2)

2.

Beatriz, la hija de Recio, abrió los ojos cuando ya los rayos de sol entraban con fuerza por la rendija de la persiana. Se sentó en la cama. De pronto se dio cuenta que estaba casada. Recién casada. Miró al otro lado de la cama y al no ver a su marido se alarmó. Angustiada, por unos instantes, recordó que hacía justo ahora cinco años le ocurrió lo mismo con el primer marido y que, al poco, le comunicaron su muerte. Pero enseguida advirtió que, medio dormida, Ángel, su nuevo marido, le había dicho que se iba a dar un paseo. Le pareció normal porque le gustaba muchísimo el campo, la soledad de los campos, el andar entre los pinares, la observación de los pájaros y las plantas. Además, su comportamiento, como macho, había estado a la altura que, según ella creía, debía  de tener un hombre de pelo en pecho. Había gozado y él, eso es lo que ella creyó, terminó satisfecho. Se lo vio en la sonrisa que le esbozó antes de dormirse. Podía constatar, para más señas, que la había penetrado hasta... Y al pensar en esto llevó sus manos a la entrepierna, comprobando así que no soñaba porque tenía todo el entorno de sus órganos genitales dolorido y no tenía bragas. Se estiró en la cama. Colocose boca abajo restregándose con las sábanas imitando el movimiento de la cópula. Luego se quedó quieta. Gozando del momento. Mas como sintiera algo, quizás una voz más alta que lo habitual, saltó de la cama, se vistió y salió al salón donde se oía hablar. Al verla, su madre, su padre y dos vecinas se callaron.

-¿Qué pasa? -preguntó al observar el silencio repentido. -No, nada... Siéntate hija -respondió su madre a la que se le apreciaba una cierta inquietud. Beatriz enseguida se sintió transportada hacia otros momentos aciagos de su vida. -Algo ha ocurrido. ¿Le ha pasado algo a Ángel? -No, no no -insistió su madre. -¿Cómo que no? -dijo Recio, su padre, que no era amigo de esconder los problemas con negativas. -¡Ay, Dios mío! Me lo han matado -asi se expresó la recién casada que vio su vida desgraciada de nuevo. -No hija. Eso no -volvió a negar su madre. -Dicen que ha querido suicidarse -atajó la brutalidad de su padre- Al parecer se volvió atrás en su propósito. -Lo vieron venir del Risco El Suicida herido, sucio y con los vestidos rotos -completó una vecina. -Bueno, herido, lo que se dice herido, no -matizó la otra vecina. -¡En qué quedamos? -voceó Recio que no entendía de dobles versiones de hechos que los ojos pueden relatar con todo lujo de detalles y máxime siendo a esas horas de la mañana que la luz del sol reina con toda su potencia. -Unos dicen que si y otros que no -sentenció tímidamente una de las vecinas.

A Beatriz se le ponía los colores y se le quitaban de la cara a oleadas. No entendía esas contradicciones a no ser que respondieran a un hecho luctuoso y que quisieran prepararla para recibir tan dolorosa noticia como fuera la muerte de su Ángel. ¡Qué desgracia la suya! No le duraba la felicidad apenas nada. Para salir de dudas se dirigió a la puerta de la casa.

-¿Dónde vas? -le preguntó su padre impidiéndole llegar hasta ella. -A buscarlo. A ver que han hecho de mi marido. -¡Tu te quedas aquí! Ya voy yo -resolvió autoritario su padre.

(seguirá)

lunes, 30 de agosto de 2010

Iswe Letu: Menos que el pedo de una hiena vieja (1)

 1.
Aquel episodio lo tiene gravado para siempre. Y ese episodio le hizo ser muy muy callado, sopesando cada palabra que decía como si le costara un triunfo abrir la boca; o pensara que no valía la pena mover los músculos de esa abertura de la cara para resultado tan pobre como era el que una vez despegadas ambas carnosidades de la boca se juntaran a los pocos segundos; y precisamente por eso le daba poca trascendencia a lo que decía, pues pensaba que valía menos que el pedo de una hiena vieja.

En fin como no sabemos si se han entendido, convenientemente, las anteriores palabras, narraremos los hechos tal y como sucedieron. Pero antes reconozcamos que, para muchos de los habitantes de aquel pueblo, para la inmensa mayoría, los hechos resultaron extraños y muy difíciles de creer. Y tal y como él insistió en contarlos, la verdad, daba toda la impresión de ser eso, un cuento.

Empecemos: A primeras horas de la mañana de un día de verano entra por una calle, que desemboca en la plaza del pueblo, un hombre joven, moreno, de cara alargada, nariz aguileña, sudoroso, algo cansado, con un pantalón negro de domingo, todo polvoriento, una camisa blanca, manchada y rota, y se dirige, decidido, a una cabina de teléfonos.

Algunos madrugadores que a la sazón se hallaban esperando la apertura de un bar que rezaba en su rótulo Bar La Plaza lo miran extrañados. En los pueblos cualquier individuo forastero que aparece de improviso atrae la atención y más con aquella apariencia. Y las preguntas no tardan en llegar entablándose una conversación que dura todo el tiempo del mundo y del ultramundo hasta que terminan sacándole punta aguzando el lapicero del cerebro. Y en este caso la chispa del extraño prendió en los mirones que enseguida se interrogaron acerca del personaje que había hecho su aparición en la plaza como un rayo extraño en el cielo sereno del amanecer de su pueblo: -Ese, ¿quién es? -preguntó uno. -No lo he visto en mi vida -respondió otro.

Mas uno de los espectadores de ese espectáculo mañanero, que nosotros nos atreveríamos a calificar de la mar de corriente, les fue sacando de dudas mostrándoles quién era el mozo que hablaba en la cabina de teléfonos... -¿No lo conocéis? ¿De verdad? -Pues no. No lo conocemos.

Primeras preguntas por parte del interviniente que le hicieron comprender que, de verdad, y no de coña, los otros que le escuchaban efectivamente desconocían al mencionado invasor de la plaza de su pueblo -Pues, es Ángel, el marido de la hija de Recio. Así se llama. 

Al nombrar a la hija de Recio la atención o el interés momentáneo se desvió del personaje extranjero aparecido de improviso hacia la hembra citada y su recio padre -¡Coño! ¿Se ha casado Beatriz? No lo sabía. -Claro, no vas por la iglesia.

Puede que el que no esté familiarizado con las costumbres de los pueblos o de la santa iglesia católica apostólica y romana les sorprenda el engarce del desconocimiento del casorio con no visitar una iglesia, pero es el caso que la vida espiritual es regida por la dichosa iglesia y el hecho de querer  juntarse dos que desean vivir unidos en pareja los tiene que uncir, como los bueyes, la coyunda de la santa madre iglesia y para que el mundo sepa de esa coyunda, para que se entere, en los templos católicos se anuncia el casamiento de los amantes con varios semanas de antelación ante los feligreses que son generalmente la mayoria de los habitantes del pueblo. La mayoría. Porque siempre hay alguna oveja negra, descarriada, (para mayor honra de la negra o descarriada) que se sale del  común y se atreve, osa, desafiar esas costumbres y vive rebelde a los inquisidores sacerdotales.

-Es verdad. No voy por allí. Me dan repelús las iglesias. ¿Y cuándo fue la boda? -Ayer. Yo fui invitado.

Entonces, ante ese ayer categórico y cercano día, aunque pasado muy presente, surgen las preguntas, más preguntas y más lógicas; muchas de ellas salidas de los órganos genitales de jóvenes, porque eran jóvenes, los cuales oyentes de un ayer que es casi en este momento y como momento que no da tiempo a nada cuando se está deseando todo; salidas, si, de jóvenes berracos, tal vez; y jóvenes de pueblo; pero que, cuando la sangre hierve, hierve aquí y en París y lo que no se entiende no se entiende  -¡¿Ayer?! ¡¿Y en vez de estar encamado viene del campo?! ¡¿A estas horas?! Y además del lugar de donde ha venido. No sé... No sé... Aquí hay busilis. Lo digo yo: busilis. -Ya sé lo que estás pensando. Lo mismo que yo -se atrevió a decir otro. -¡Ojo! Que no es pensar mal. No lo conozco de nada. Pero venía del mismo risco y... - De allí venía sin duda. -¡Hombre! Puede haber ido a pasear por el pinar... -lo excusó el que dijo haber ido a la boda.

Excusa que provocó la risa de los otros. Tan sonora risotada hizo que varios que acudían al bar preguntaran el por qué de tanta alegría. Y en ese momento salió el tal Ángel de la cabina y el que había ido a su enlace matrimonial, separándose del grupo, se dirigió hacia él saludándolo. -¡Eh, muy temprano has dejado sola a la mujer. -Pues si. Me desperté y como estoy acostumbrado a madrugar, salí a dar un paseo. Me gusta. -Ya ya... Claro... Te gusta... -se quedó en suspenso sonriendo- Y... por el camino te has caído.-¿Por qué dices eso? -¿Por qué? Que por qué... ¿Tú te has visto? Mira como vienes...

Sorprendido miró y remiró sus vestidos reconociendo que estaba hecho un adefesio. Se sacudió el polvo de los pantalones y al ver su camisa rota dijo:

Qué desastre, hasta la camisa! Bueno... verás... a lo mejor no te lo crees... la verdad es que... paseando oí a un halcón peregrino... miré al cielo y vi que se dirigía hacia un risco... -¿El Risco del Suicida? -Ese, ese... Allí tenía el nido. Di vueltas al risco pero solo se llegaba al nido por la parte del talud. De modo que comencé a gatear... -¿Comenzaste a subir? ¿Por la parte más empinada? -replicó incrédulo- Muy peligroso, ¿no? -Y tanto... Subí, subí y subí... Mas  como tardaba mucho en llegar me arrepentí. Y decidí bajar. Pero... ¡hostias!... cuando miré abajo me dio miedo: estaba muy arriba del suelo. A si que no tuve más remedio que seguir trepando hasta llegar a la plataforma y... Bueno, me tengo que ir. Otro día hablamos.

El recién casado se alejó por una calleja, al fondo de la cual torció a la izquierda.

Cuando el invitado a la boda se unía al grupo de madrugadores del Bar La Plaza Ángel entraba en otro bar cercano a la casa de los padres de su mujer y se puso a conversar con los pocos parroquianos que, a esa hora, estaban allí y que conocía por ser amigos de Recío, su suegro; tuvo que responder a sus preguntas curiosas contándoles el seguimiento que había hecho al halcón peregrino.

Pronto la gente fue atando cabos e inmediatamente se fue corriendo por el pueblo que el marido de la hija de Recio se había intentado suicidar. Afortunadamente, en el último momento, se había arrepentido. Pero con todo y con eso estaba herido, pero vivo...

No así el primer marido de Beatriz, todos lo recuerdan, que murió una mañana temprano. Se habló mucho de ello y de los motivos. Sobre todo del posible gatillazo. Eso lo trastornó. Lo cierto es que se subió al Risco El Suicida y desde arriba se tiró. 60 metros. Murió instantaneamente.

... y un viejo en el bar le reflexionaba a Ángel diciéndole que qué habría ganado con ello pues nada te lo digo yo porque mira ahora ella es tu mujer se ha casado contigo y es que un gatillazo lo tiene cualquiera se bebe y mucho y eso que parece que a uno le da más potencia es todo lo contrario y se baila se baila hasta altas horas es agotador y luego uno no puede y es natural ¿por eso matarse? no merece la pena te lo digo yo que ya he vivido años muchos años y hasta la mujer y los hijos se me han muerto pero yo continúo aquí dando la matraca y mira también tuve tentaciones de suicidarme pero lo pensé mejor y me dige no merece la pena no señor no merece la pena la muerte que venga si pero cuando quiera hazme caso de modo que te digo que si que has hecho bien muy bien la muerte que venga cuando tenga que venir pero ¿por un gatillazo? ¿morirse por un gatillazo? ni hablar ni hablar del peluquín la valentía la fortaleza es seguir...

Así le razonaba el anciano a Ángel y por más que le asegurara que él no tenía nada que ver con el antiguo marido de su esposa, que no había tenido ningún gatillazo, ni, por supuesto, había ido a quitarse la vida a ningún sitio, su acompañante de mesa, seguía erre que erre sermoneándolo.

Esperaba a un amigo, si no ya se hubiera ido del bar para no aguantar la cantinela del viejo. Por eso se hubiera ido y porque, bueno, además, habían entrado muchos del pueblo y observó que las miradas convergían en ellos dos y cuchicheaban.

-¿Por que nos miran? -No nos miran. Te miran a tí -le respondió el anciano. -¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? -No te enfades. Te miran y se acuerdan del suicidio del otro. -Pero cómo tengo que decir que... -se paró porque de repente pensó que sus palabras tal vez, para ese viejo, valíeran menos que el pedo de una hiena vieja.

En ese momento llegó la persona que esperaba y se marchó apresuradamente del bar. Le estaba fastidiando ya todo lo del antiguo marido de su mujer.


(seguirá)


jueves, 19 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella y El Otro (y 8)

8: Los pelos en el puño


Iba por la calle El balanceando su bolsa de verduras como si exibiera un trofeo, al tiempo que movía su cuerpo como un mono, la cabeza erguida. Frente a él, a pocos metros cerca de su casa, venían una madre, a la que conocía, y su hijo. El niño lo apunta desde esa distancia y le dice a la progenitora:

-Mamá, un hombre.

Él se dijo para sus adentros que si, que era un hombre.

El niño vuelve a insistir:

-Mamá, mira ese hombre.

Entonces a Él le extrañó que el niño pusiera tanto empeño en que la madre mirara. Y pensó que no tenía nada de particular para que la criatura redoblara sus exigencias a fin de que la señora tuviera que fijar su mirada en su humilde persona.

El niño esta vez agarrándose a las faldas de su madre exclamaba:

-¡Mamá, mamá! Mira al hombre. Tengo miedo.

-Adios El -lo saludó la mujer.

-Adios -le respondió el de la bolsa.

-Mamá, ¿lo conoces? Me da miedo.

Le resonaba en sus oídos la conversación cuando El entró en casa. Ella aun tenía los pelos del gato en la mano. Mano que apretaba sus órganos genitales. Cerró el puño y apartó su mano de la entrepierna. Su marido dejó la bolsa encima de la mesa del comedor. Miró a su mujer. Y viéndola así, con la blusa pegada a su piel por el sudor, los pezones puntiagudos, le entró una comezón, un desasosiego, una inquietud... De modo que fue a sentarse en uno de los sillones echando al gato que marchó azuzando y se despatarró.

Ella observó el color de la bolsa de plástico y le dijo sorprendida:

-¿Dónde has comprado las verduras?

-Donde tu novio.

-Ya empiezas otra vez.

-Mi dio de repente por comprárselas al verdulero.

-Pero ya te he dicho que no quiero que vayas por allí. Es muy caro...

-Me las ha regalado.

.No te lo creo.

-Ha dicho que te diera recuerdos. Aun te quiere.

-Tu que sabrás si...

-Anda, ven acá, cariño.

¡Ah, cariño cariño! Sabía lo que quería decir eso de 'cariño'. Como siempre. Y se volvía violento si se negaba. De modo que se acercó a Él. Tenía ya el pene entre las manos que para eso si le servían. Ella estaba, en cierto modo propicia para la cópula, pues con su excitación se le había humedecido la vagina. El le levantó la falda, le bajó las bragas y la penetró sin más prolegómenos. Ella le pasó los brazos por el cuello y ladeó su cara a la derecha por no verle la parte izquierda rechiseca, el labio torcido y el ojo hundido y pequeñito.

-¿Qué, te gusta así? -le dijo Él empujando su pene.

-Espera, espera. Hazlo poco a poco.

-¿Así?

-Si. Así. Así. Con cuidado.

Separó de El la cara y lo observó. Luego se fue acercando poco a poco. Los pelos de la melena de Ella se acercaban a su cara. Entonces lo abrazó. Y empujo su monte de Venus hasta pegárselo a los pelos de su marido. Notó que el pene de El se endurecía. Y empujó y empujó y empujó... Su cuerpo (el de Él) se revolvía, se agitaba y cuando más se revolvía y se agitaba más se le endurecía el pene provocándole a Ella una viva excitación, un gozo nunca sentido.

-Me ahogo -se le oyó a El decir.

-¡No, por favor! ¡Ahora no! ¡Joder! ¡Aguanta! -Y siguió moviendo su cuerpo contra el del marido. ¡Qué gozo, qué placer! Ellá, era, ahora, quien dirigía, y profundizaba o se quedaba en la superficie quitando lastre. A su servicio. Regía los tiempos sin ser consciente de ello. Dejaba deslizarse esa cosa que no sabría describir... como una lengua suave, cálida y dura... que quería aprisionar para que no se moviera, pero que, no obstante, quería que se fuera, y resbalaba, resbalaba, resbalaba... y Ella se iba, con eso, por un tobogán... que angustiaba y producía, al mismo tiempo, un placer infinito... esa cosa, a cada embestida, se alargaba, se adentraba más y mas y mas...


-No puedo más. Me ahogo -repitió empujándola de si.

Obligada a separarse de El contempló como temblaba el cuerpo de su esposo. La cara roja, casi amoratada. Aliviado, sin duda, del ahogo había cerrado sus ojos, mientras acezaba con la boca abierta. Su pecho subía y bajaba rapida y violentamente.

-Me he visto morir -dijo con voz temblorosa- A lo mejor... eso es lo que querías... que me muriera... ¿No?...

-Por favor, no me digas eso. Me ofendes. Y quien tenía que estar enfadada era yo que me has dejado con las ganas...

-Si muero te podrías ir con el verdulero que tiene buenos dineros.

-No sigas con eso, por Dios te lo pido.

-Dejarías así de ver mi cara monstruosa. Y joderías con gusto con El Otro. Bien sé que eso es lo que piensas. Si follas conmigo es porque te mantengo.

-No me atormentes más -dijo ella llorando.

-Eres una verdadera zorra. No has dado palo al agua en tu vida. Otras parejas trabajan los dos y tienen coche y piso y van de vacaciones y... nosotros... nosotros... no tenemos ni donde caernos muertos -A El cada palabra que salía de su boca lo iba enfureciendo más y más y apretaba los puños- ¡Quítate de mi vista! ¡Hostias! ¡Me das asco!

Ella, arrodillada ante Él, con el pene aun en su vagina, se sentía ofendida e indignada; la cara se le puso roja, apretó los puños también Ella y... Y notó algo en su mano. Abrió los dedos: eran los pelos del gato. Los miró. Lo miró a Él. Giró la vista en derredor: toda la casa estaba en silencio, las persianas bajadas...

En la semioscuridad de esa mañana calurosa brilló un relámpago, sonó un trueno que hizo retumbar toda la casa y comenzó a llover golpeando las gotas en los cristales. Tenía que terminar así, en tormenta, estaba previsto: el cielo se había ido aborrascando.

Fue una mañana de calor, pero de calor 'sahariano', cuando, digámoslo así, sucedió aquel 'accidente tormentoso'.

Ese vocablo 'sahariano'... lo hemos dicho ya... pero lo volvemos a repetir, lo tomamos del escritor Eusebio García Luengo. Lo usaba cuando quería describirnos el calor de Madrid. Y a continuación decía que él nunca había estado en el Sahara. Nosotros tampoco. Pero su influjo era patente.

miércoles, 18 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella y El Otro (7)

7: Ella en el Partido


El Otro lo contempló irse por donde vino. Por cierto, esta vez con la cabeza bien alta. Rareza que vecinos que pasaban por la calle lo notaron. Mirábanlo extrañados al pasar balanceando la bolsa de plástico como balaceaba al compás su cuerpo.

A El Otro, tras el mostrador de frutas y verduras, se le agolpaban los sentimientos: la indignación, el odio, la ira... Y las imágenes pasadas se le atropellaban queriendo salir al teatro de la memoria: el llanto por la pérdida de la novia, la mili, El en la enfermería con la cara ensangrentada, la amistad de ambos en la juventud...

Hasta sus últimas relaciones con Ella que casi no eran ni recuerdos sino sensaciones placenteras. Piel con piel. La sentía. Y se calentaba pensándolo. Qué se le va a hacer. Paciencia.

Eso de sus 'últimas relaciones' lo contaremos rápido porque para Ella y para la historia no es importante. Fue de la siguiente manera: El Otro militaba en el Partido y Ella se afilió al mismo, no por querer cambiar el mundo, sino para poder defenderse de los ataques que su marido y Ella recibían por parte de unos indeseables. Si bien El Otro pensó que otras motivaciones la empujaron a acercarse al citado Partido. Y su persona, según lo que pensó, no estaba lejos de esos motivos. Lo cierto es que no solo se afilió, Ella militó intensamente: acudía a las reuniones, cobraba cuotas, pegaba carteles, repartía propaganda...

Tanto se involucró que la nombraron miembro de comité del Partido. El Otro, por supuesto, apoyó su elección. En uno de esos repartos de propaganda, de noche, una noche fría, con las calles heladas, aterida de frío, le tocó de compañero (porque siempre iban emparejados recelando de fachas) a El Otro y entraron a una casa a buzonear; en esto estaban cuando entró un conocido nazi que a la sazón vivía allí y para no tener que enfrentarse con semejante sujeto se escondieron en un rincón, casi abrazados. Y la intimidad, los recuerdos, la ternura, el frío, hicieron el resto de besos y caricias y si no fue a más, porque no pasó de ahí, se debió a que se les hacía tarde y tenían que seguir el reparto. Hubo más ocasiones porque tanto uno como la otra solicitaban ir juntos. Solicitud que no pasó inadvertida para los miembros del Partido, comenzando las habladurías.

Aunque hay que decir, porque sino no se entiende, que cada uno se arrimaba al otro por distintas razones: Ella porque así se acompañaba de uno conocido y El Otro buscando el tiempo perdido y una pizca de venganza. Mas como luego llegaran a ellos las habladurías decidieron salier juntos las menos veces posibles. Hasta cortarlas definitivamente. Ninguno de los dos estaba predispuesto para recomenzar una pasión amorosa. La juventud que uno reclamaba había huido para no volver más. Y Ella era otra distinta, o eso creyó El Otro, a la que ejerció la pureza amorosa antaño. En cuanto a Ella, no quería de ninguna manera aventurarse a quedarse desnuda y sin marido. Fueron estas y otras razones -pormenorizarlas sería gratuito y cansado y que no aclararían el hecho que les estamos narrando- lo que les separó.

Y si nos atenemos a los hechos, lo cierto es que, tras la elección de la lista de militantes a la candidatura del Partido para las elecciones municipales, de la noche a la mañana, y nos ceñimos a los hechos como ya hemos dicho, Ella dejó de acudir por la sede del Partido. También es cierto que no la eligieron para ir en esa lista a futuros concejales. Y en este caso El Otro tampoco le dio su voto.

(seguirá)

martes, 17 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella y El Otro (6)

6: La verdura gratis


Creyó que pasaría de largo pero se acercó a su puesto. No lo habían hecho ni Él ni Ella durante años. Bueno, Ella alguna vez que otra. Pocas. Hay que decir que para El Otro eso de que no se le acercara era un alivio. Porque poner buena cara a un ser que odiaba... Porque lo odiaba, si. Le tenía un odio inmenso. Naciéndole no de razonamientos ideologicos o políticos o éticos. No, no. En absoluto. Era algo visceral. Ese odio se puede resumir en pocas palabras: le había birlado la novia y eso en un pueblo...

Así de claro. Fue hace muchos años. Si. Pero el odio del frutero se le ha quedado incrustado en el pecho. Allí está para salir en cualquier momento. Y para atizarlo más aún, supo, se lo contaron, que ocurrió por una apuesta: despues de dejar a su novia coja, juró a unos pocos y nuevos compadres, en la bodega, que le quitaría la novia a su antiguo amigo verdulero. Así, con esa palabra: 'verdulero'. Y vaya si lo consiguió. Con regalos, con halagos y hasta con engaños la conquistó. Y eso El Otro no lo había olvidado.

-Buenos días.

-¡Hombre, El! ¿Qué tal? ¿Cómo por aquí? ¡Cuánto tiempo!

-Si, mucho. Quería una lechuga y unos tomates.

-Enseguida. ¿Cómo estás? Te veo estupendo.

-Vamos tirando. Y tu, ¿cómo estás? Pareces cada vez más viejo.

-Los años pasan. Para todos... -se paro un poco y luego añadió- Lo raro es que no hayas ido a la otra verdulería.

-Es que... me ha dicho tu novia que lo comprara aquí.

-¿Novia? ¿Qué novia?

-La que ahora es mi mujer -dijo socarronamente.

-¡Ah! Pues... dale las gracias.

-Dáselas tu.

-Cuando la vea se las daré.

-¿La ves muchas veces?

-Algunas.

-¡Coño! ¿Te compra la verdura?

-Algunas veces.

-¿Aun te gusta?

-Sabes lo que te digo... Vas y se lo preguntas a tu mujer... Además... Mira... Mejor que vayas a otro sitio a comprar la lechuga y los tomates.

-¿Por qué? Quiero que tu me lo vendas.

-Pero a mi...

Iba a decirle que no le daba la gana, que era su puesto y que vendía la fruta a los que quería. Iba a decirle todo eso y mandarlo con cajas destempaldas, pero lo pensó mejor: esos escándalos no le venían bien a su negocio; es más, seguro que lo perjudicaban; y le dijo:

-Toma! ¡Aquí tienes! -alargándole la bosa de plástico con lo pedido- ¡Te lo regalo! ¡Y no vuelvas más por mi puesto!

A Él la cicatriz le temblaba. Se quedó con ganas de insultarlo llamándole verdulero y otras lindezas que sabía le molestaba, pero algo le dijo que se callara. Lo miró de reojo, cogió la bolsa y se marchó.

(seguirá)

lunes, 16 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (5)

5: Cabo a la fuerza

En Valladolid, El Otro, si que sirvió, de verdad, a la patria: lo nombraron cabo. Si bien antes de ese nombramiento las pasó putas por su negativa a ser eso: cabo. Fueron tres negativas que le valieron su ración de prisión.

-¡Tu vales para cabo! -No, mi sargento. Yo no sé mandar. -¡Al calabozo una semana!. Para que lo pienses.

Luego la segunda:

-¡Soldado! Tienes madera de cabo.-Es que, mi sargento, no sabría por donde empezar. -Pues aprendes. -No, mire, prefiero seguir de soldado. -¡A prisión quince días! Asi reflexionarás.

La tercera:

-¡Soldado, lo tuyo es el mando! -Gracias, mi sargento, pero ya le he dicho que prefiero ser un soldado como cualquiera. -¡Soldado, pues a chirona! Pero esta vez serán... -Espere, mi sargento, lo he pensado mejor: acepto lo de cabo. Y para si se dijo: 'cabo, sargento, coronel, lavaplatos... Lo que ustedes manden'. 

El único momento agradable fue cuando, por la radio, citaron a Él. No lo entendió bien. Al parecer había escrito una carta a la emisora. Y les reprochaba haber insultado a un emigrante diciendo que burro se escribía con be y no con uve. Era como llamar ignorante a ese emigrado que se dirigió a la Radio Nacional de España, emisora del régimen franquista, por carta. No se enteró muy bien. Ahora que lo piensa cree que su antiguo amigo (ese que ahora venía calle arriba) tenía un hermano trabajando en Alemania y se sintió indignado. Seguro. 

Lo cierto fue que se llevó una gran alegría en un tiempo en el que, entre los calabozos y las misiones absurdas, estúpidas, según su modo de ver, en las que tuvo que participar, le tenía la moral carcomida. El día anterior, sin ir más lejos, recuerda, se halló vigilando, en la estación de Valladolid, varias horas, un paquete. Paseaba con el cetme al hombro, paso marcial, al lado del paquete, hasta el fondo de la estación y al llegar allí media vuelta y otro paseo. De cuando en cuando lo miraba. Al paquete. Entre curioso y harto de estar cuidando una caja horas y horas. Obsesionado. Con la caja. En un arranque de fastidio le pegó una patada: tenía tres paquetes con munición de caza. Pequeñitos. Y eso lo derrumbó aun más. Algún compañero le dijo después que eran balas muy caras. Para caza mayor. Pero llegó la radio y lo salvó en el momento que más lo necesitaba. Se lo agradecíó, contándoselo, cuando ambos regresaron de la mili al pueblo. 

-Me encontraba aburrido, hacía un frío de narices. Solo. No sé... con el ánimo decaido. Casi desesperado. Y entonces sonó tu nombre por la radio. ¡Dios! ¡Qué alegría!

Pareció no entender Él su alegría. Ni la aversión a la mili que El Otro tenía, cuando el que había recibido el palo era Él

Su proceder con la familia, amigos y conocidos fue, de Él, al principio, normal, pero al poco tiempo ya se vio que no era el mismo. Le costaba hablar. Eso si, cuando abría la boca era para vanagloriarse de sus hazañas en el cuartel. Y de lo conquistador de  mujeres que fue. Todas se le rendieron a sus pies. Por cierto, nada más llegar al pueblo, cuando se enteró que su novia (tenía una apañito en el pueblo) se había quedado un poco coja a causa de una caida, la dejó. Algo impensable en su anterior personalidad.

Se iba acercando Él. La mirada fija en el suelo. Quizás, lo pensó de repente, iba asi, cabizbajo, por no enseñar su cara marcada, de la que antes se sentía orgulloso. Y es que, con el paso del tiempo, la cicatriz se le había ido ahondando y toda la parte izquierda de la cara había disminuido visiblemente, de modo que lo que, al principio, parecía un rostro agraciado, con una pizca de picardía y ferocidad pirata por su cara rajada, ahora aparecía una mitad de la cara llenita y sonrosada y la otra semiseca.

(seguirá)


domingo, 15 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (4)

4: El bastonazo

Y fue con un suboficial con el que Él tuvo unas palabras de las que salió marcado para siempre. Le había llamado el capitán a su despacho para decirle que, como pronto volvería al cuartel de Viriato,  en Zamora, que se pasara por su casa. Allí le encomendaría algunas labores. Para lo cual tenía que llevarse del cuartel algunas herramientas y le mandó que las fuera recogiendo ya. ¿Cuándo? ¡Inmediatamente!

Cuando lo contaba a unos pocos solía agregar:

-¡Qué labores ni que cojones! ¡De chacha para la mujer del capitán! Así serví a la patria. Aunque no me quejo porque apenas pisé el cuartel.

Pero prosigamos: venía Él del despacho del capitán. Y absorto, meditabundo y distraido, como iba con sus pensamientos, pasó de largo, sin darse cuenta de que allí, a su lado, estaba el Sargento 'Chusco'. Este se le quedó mirando y de repente voceó:

-¡Soldado! Ya no se saluda a los mandos.

-¡A sus órdenes, mi sargento! Es que no le he visto.

-¿Tan invisible soy? Pues para que otra vez me veas bien, vas a dar 100 vueltas corriendo al patio.

-Pero es que...

-¡Ni es que, ni hostias! ¡Inmediatamente!

-No puedo, mi sargento. Tengo que cumplir...

El sargento, que tenía un bastón en la mano, enfurecido, le dió con él en la cabeza y otro bastonazo con saña en la cara, tal que lo tumbó sin conocimiento en tierra. De resultas de los golpes le quedó una cicatriz en la parte izquierda de la cara desde el ojo al labio. Su tiempo de cura en el hospital lo volvió huraño, desconfiado, cruel y hasta altanero al reflexionar, como reflexionó, llegando a la conclusión de que había que andarse con cuidado y no contar más que con sus propias fuerzas.

Altanería, dicho sea de paso, pensó El Otro, para con los compañeros de cuartel, quizás en venganza por tener que servir de criada, todo el tiempo, de la esposa de su capitán. Por lo que su hombría quedó en entredicho. De criada y de otras cosas: carpintero, albañil, electricista... Otros dicen, riéndose, que se vengó del Sargento 'Chusco' follándose a la mujer del capitán. Pero eso... ¿quién lo sabe? Se dicen muchas cosas. Como se contaba que cuando pasaba el Sargento 'Chusco' cerca de El musitaba:

-¡Hijo de puta, algún día me las pagarás!

Todo eso se lo contaron a El Otro soldados de su reemplazo que estuvieron, después de El Ferral, en el cuartel de Viriato. Lo dice para que conste al no ser testigo presencial pues, tras la jura de bandera, lo enviaron a Valladolid. De modo que lo que sabe lo sabe de oídas. También le contaron que su crueldad para los nuevos reclutas, por parte de Él, fue proverbial: untarle de mierda por la noche introduciéndole excrementos entre las sábanas, era una novatada que a muchos de los soldados repugnaba, no a Él que gozaba viéndolos sufrir cubiertos de vergüenza. Y otras no menos crueles y repugnantes. Tan despiadadas fueron que la mayor parte de los compañeros terminó mirándole con suspicacia.

Se iba acercando poco a poco, la mirada baja, taciturno. Desde su puesto de verduras lo miraba y sus recuerdos de otro tiempo acudían al teatro de su memoria cuando los clientes se lo permitían. El día se había vuelto gris, hacía bochorno y la atmosfera era neblinosa en esos momentos. Decían que era polvo del desierto. Polvo o no, lo cierto es que hacía calor, mucho calor.

(seguirá)

sábado, 14 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (3)

3: El Ferral

El Otro (así llamaremos al tercero en discordia) lo vio venir ya desde lejos con su cara adusta, la cabeza baja, balanceándose al andar como un mono... A pesar de vivir en un pueblo relativamente pequeño hacía tiempo que no lo veía y eso que por su trabajo siempre estaba él, El Otro, en la calle colocado tras el puesto de frutas y verduras. Habían sido muy amigos. Habían. Pasado. Hasta que fueron a la mili. Después ya... se acabó. Todo se acaba... Le vino al recuerdo la canción que cantaban con ganas los soldados cuando se iban de los cuarteles ya licenciados:

 Campamento del Ferral
matadero de reclutas
la quinta el sesenta y dos
las está pasando putas.

¡Cómo cambió desde aquello que le sucedió en el Ferral! 

Porque fue eso que le pasó en el dichoso campamento lo que lo transformó. O eso creía él, El Otro. 

El Ferral era un campamento donde enviaban a los reclutas hasta que juraban bandera. Solo eran unos meses. Pero ¡qué meses!: además de sufrir a los mandos, sus órdenes absurdas, tenían que comer aquel el rancho asqueroso (rancho denominaban los soldados a las comidas cuarteleras). Y no se le olvida el frío, un frío que se metía hasta los huesos. 

Allí fueron Él y El Otro. Al Ferral. Tardaron poco en adaptarse porque, tanto uno como el otro, no se diferenciaban del resto de reclutas soldados; salvo, como en la vida civil, esa pizca de singularidad que todos tenemos, pero sin que ese poco entrara en conflicto radical con el resto, excepto en raras excepciones. Ya en el tren se unieron a otros como ellos que resultaron de pueblos cercanos y bebieron y cantaron hasta llegar al destino. 

Lo primero que supieron, o eso recogió su cerebro, fue el castigo de 'pena de muerte', ya que, alguien, un mando sin duda, les habló y habló y habló y su perorata terminaba siempre con 'pena de muerte'. Eso les heló el ánimo. Es decir hicieras las travesuras que hicieses, leves, graves, o monstruosas, te condenaban a la 'pena de muerte'. Eso es con lo que se quedaron. Luego en corros se animaban unos a otros riéndose de 'la pena de muerte'. 

Entre las cosas que más les llamó la atención fue la arenga de un militar (cree recordar que el de mayor graduación del campamento)  usando palabras tan corrientes, tan de ellos que se quedaron con la boca abierta; al tiempo, si bien lo analizaron, su estilo era entre soberbio y campechano, mitad chulo de barrio y mitad manso compadre. En ese discurso las voces gordas, los palabros, abundaban: hostias, cojones, coño... Intentaba parecer cercano a la tropa. 

Pero solo desde el estrado donde peroraba. Luego en el día a día había unas barreras tan infranqueables que el acercamiento se hacía imposible. Practicamente ningún trato. Los mandos mandaban y ellos, los reclutas, obedecían sin rechistar. Y si les llevabas la contraria, eso piensa El Otro, aunque fuera de una manera tenue, educada y hasta pidiéndole perdón por disentir, ¡ay de ti!, mejor sería que te tragara la tierra.

Y hasta los mandos, si mal no recuerda, tenían dos categorías, oficiales y suboficiales: así, clubs de unos y de otros. Los suboficiales eran más asequibles. Aunque algunos de ellos, que les llamaban 'chusqueros', eran brutales.

(seguirá)

viernes, 13 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (2)

2: Soñando despierta

El portazo dejó la casa vibrando. Los pelos se le cayeron a Ella de las manos. Los miró, allí, en el suelo, comprendiendo la salida intempestiva de su esposo. Había contemplado sus nauseas muchas veces y su reacción posterior. Se inclinó a recoger los pelos. Con ganas se los hubiera metido en la boca cuando hizo alusión al 'novio'. ¿El novio? ¡Estúpido! Si eso fue ya hace mucho tiempo... Para Ella representó bien poco. Y, sí, lo recuerda a menudo, pero no por el noviazgo sino porque, cuando llegó al pueblo con sus progenitores (su padre, minero de León y enfermo de silicosis, se mudó a ese pueblo zamorano recomendado por los médicos) justo al lado de la casa que su padre alquiló vivía él (el 'novio' al que se refería su marido) con él jugó en la callé ese mismo día y por la mañana acudió a la escuela con su madre y con el mismo niño; el maestro se enteró de que la casa de la nueva alumna estaba colindante a la del niño y los puso juntos en el mismo pupitre. 

Fueron muy amigos y cuando acabó el periodo escolar hasta se hicieron 'medio novios' dos o tres años, hasta que el joven marchó a la mili. Después Ella se casó con El.

No olvidó del todo el primer amor porque eso nunca se olvida por completo. Pero, vamos, que ella, ahora, a sus años, no necesitaba novios. Novios... ni marido... Si bien nada más pensado lo anterior se dijo para si:

-Miento. Marido si. A estas alturas de mi matrimonio no voy a dejarlo así como así. Eso lo tengo claro. Mis dolores me ha costado. Y por otra parte... malo malo no es. Un poco ácido a veces. Pero se puede aguantar. Solo que cuando se pone irónico, o caústico, o provocativo... (porque la provocaba en numerososas ocasiones, ¡vaya si la provocaba!)... 

En esas ocasiones se le subía la sangre a la cabeza y amenazaba desbordarse rompiendo todos los diques. Afortunadamente, sabía controlarse y con mano izquierda, como se dice, y hasta ayudada de la derecha, refrenaba sus impulsos al tiempo que aquietaba a su marido. 

Cuando se quedaba sola, en casa, después de alguna de esas escenas de celos, como ahora, su imaginación volaba incontinente consiguiendo una estado de felidad plena casi orgásmica. Y sin el casi. Se sentaba en uno de los dos sillones viéndose Ella acercarse al marido, lujuriosa, insinuante, para excitarlo sexualmente. Y cuando El la penetraba cerrando los ojos, abriendo la boca y acezando de placer, Ella, en el colmo de la ardorosa frialdad, le introducía la mata de pelos del gato en la la boca hasta... La cara de El se ponía roja, la boca se le torcía hacia el lado izquierdo, los párpados del ojo izquierdo se movían con extrema rapidez, excupía intentando desembarazarse de los pelos, el cuerpo se retorcía convulso, mientras su pene, en los estertores de la muerte se endurecía; Ella había oído que eso le sucede a las puerta de la muerte a los ahorcados... Y sentía, porque lo sentía de verdad, la dureza del miembro y empujaba, empujaba, empujaba... hasta sentir ese orgasmo que nunca había tenido... 

-¡Dios mío, este si que es un polvo como Dios manda!... 

Sus manos bajaron hasta la entrepierna. Ella se iluminó. En cambio, fuera, en el cielo, algunas nubes ocultaron el sol sin que el ambiente se resfrescara por ello. El calor humedo y el sudor pegaron a su cuerpo la blusa. Los pezones se le veían bien erguidos intentando taladrar el tejido. El gato se restregaba contra sus piernas. 

(seguirá)

jueves, 12 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (1)

1: Los pelos

Aquel verano fue muy caluroso. Pero la mañana en la que sucedió aquel, digamos, accidente tormentoso,  el calor era sahariano. Eso de 'sahariano' lo hemos tomamos del escritor Eusebio García Luengo que lo aplicaba al calor de Madrid, aunque añadía a continuación:

-'Yo no he estado nunca en el Sahara'.

Lo cierto es que, junto al sol, echaban fuego las paredes, el asfalto, el aire... Todo. Pudiera decirse que el infierno nos había invadido. Hasta el cielo comenzó a trastornarse aborrascándose. Los dos gatos dormitaban tumbados en los sillones del salón. Las persianas estaban bajadas y las ventanas abiertas para recoger algún aire fresco que milagrosamente pasara por allí y quisiera colarse. Toda la morada estaba en silencio, silencio solo interrumpido de cuando en cuando por el grifo del agua sobre el fregadero de la cocina.

El (así llamaremos al inquilino de la casa) aplanado por el calor, sentado a la mesa del comedor, se miraba las manos, colocadas en el borde del mueble. No tenía nada que hacer y, lo más grave, es que no sabía en que ocupar su tiempo. Ella (así denominaremos a la inquilina de la casa) por el contraio, si tenía cosa que hacer y si no las tenía se ingeniaba parar conseguirlas.

En la calle se oía el silbato del afilador.

-Hoy o mañana llueve -dijo Ella desde el fregadero de la cocina.

No le pareció a El que lo que acaba de oir fuera congruente, pero se guardó para si su pensamiento.

-Hoy o mañana llueve -repitió la mujer añadiendo- Eso se decía en mi niñez, allá, en el Norte de España, cuando aparecía el afilador.

-Qué tendrá que ver una cosa con la otra -se dijo para su coleto El- Lo más probable es que el afilador -continuó razonando- se presentara en épocas propicias a los aguaceros y por una de esas casualidades acurriría que las nubes descargaran su líquido elemento cuando el silbato se hacía patente penetrando en las casas. Y las mujeres, idiotas por naturaleza, unieron ambos sucesos atribuyéndole al afilador cualidades mágicas. 

Mas para qué discutir con Ella. No serviría de nada.

Siguió mirándose las manos. Manos que no le servían para casi nada. En fin...

Uno de los gatos se acercó a El. Comenzó a restregarse contra su pantalón. Luego se apartó un poco y mirándole comenzó a maullar suavemente. Le lanzó una patada pero no lo alcanzó. El felino le adivinó la intención y se escurrió en dirección de la cocina donde Ella faenaba.

-¿Qué quieres, pesao? -se oyó a ella decir- Ven, que te voy a dar de comer.

Ella pasó por detrás de El seguida por el gato. En un recipiente depositó unas bolitas de color marrón que el animal comía con evidente gusto.

Mientras comía el animal Ella miró a El. El era su marido y Ella, claro, la esposa. Desde donde lo veía Ella, así, de perfil, el lado derecho de la cara, El era hasta guapo. Si acaso lo afeaba, amén de otras cosas, su expresión adusta, seria, casi amarga.

-¿Por que no te vas a dar un paseo?

-Me aburro andando por ahí.

-Más te aburrirás ahí sentado, sin hacer nada.

-¿Te molesto?

-¡No! ¡Por Dios! ¡Qué cosas dices!

-¿Esperas a alguien?

-¡Bueno, bueno! ¿A quién voy a esperar?

-No sé... Al novio.

Ella se sonrió. Luego se puso seria. No le contestó. La estaba provocando y la mujer lo sabía. El hombre  miró a hurtadillas viendo cómo peinaba al gato.

De repente le dijo:

-¿En qué puedo ayudarte?

-En nada.

-¡Joder! No dices que no me muevo...

-¿Quiéres ayudarme?... ¿de verdad?...

-Si.

-Pues... necesito tomates y lechuga para la ensalada.

-Iré a comprarlos.

Ella extraía del peine con los dedos de la mano los pelos del gato. Lo que a El le produjo una arcada. Los pelos le llegaban, de una manera casi enfermiza, solo verlos, a la boca, bajaban por el esófago y se establecían en el estómago. Eran imágenes que el cerebro no podía rechazar, corrían a su libre albedrío por esos conductos y, claro, el estómago intentaba expulsar a los intrusos conmocionando todo su cuerpo. Lo pasaba mal, muy mal. Siempre. Algunas veces se había tenido que echar la mano al pecho. El remedio era apartar de su vista toda pelambre. Y aun así le duraba un tiempo el malestar.

Se levantó rapidamente de la silla y dando un portazo salió a la calle en busca de los tomates y la lechuga.

(seguirá)