martes, 3 de abril de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Siguiendo a Omar Khayyam


Un padre como dios manda

Por la calle corta de nuestro pueblo, que más parece un callejón, esa que llaman 'Abrazamozas', cuyas paredes muestran nuestra historia por los diferentes materiales con que ha sido construida -se explicaba Al-Jalil- el barro pardo, el ladrillo rojo, las amarillentas piedras areniscas carcomidas o los mas recientes de bloques de hormigón cenicientos... viene, en la tarde sofocante del verano, un hombre, gafas oscuras, ya entrado en años y que porta, en la mano derecha, una garrafa y, en la izquierda, una bolsa.

Desde una calleja transversal alguien le grita:


-- ¡Hatamí!, ¿dónde vas con la calor que hace? ¡Te vas a achicharrar, hombre!

-- Pues mira, Al-Jalil... a la bodega. Allí se estará bien –responde a voces sin pararse.

-- Ya se ve que viene tu hijo de vacaciones.

-- Así es. Bueno, Al-Jalil, hasta luego. Perdona que no me entretenga, pero, por Alá el Misericordioso, hace tanto calor…

Hatamí que decía que iba a la bodega, ya sabéis, es de pequeña estatura, regordete; y lleva un turbante de color gris, faldón gris, camisa gris y zapatillas grises. Todo gris. Hasta su expresión era gris, menuda, tímida. Pero... por dentro ¡ah, por dentro! estaba arcoirisado, radiante, exultante.

Tan alegre que se salía de si. Era verdad que había pasado parte del invierno y toda la primavera deprimido. Una desazón, un desasosiego, le había carcomido la moral hasta casi derrotarlo. Afortunadamente... eso había pasado. Su hijo vendría de vacaciones dentro de unas horas (tres escasas, pensó) y como, nada más bajar del coche, le gustaba ir a la bodega... iba a poner el candil, preparar la mesa, colocar unos chorizos en ella, sacar unas guindillas avinagradas de la vasija de barro... Llenaría la garrafa de vino para llevarla a casa y darle unos litros a Fátima, la mujer de Al-Jalil, que soy yo, que tan bien se portaba con él; luego enjuagar dos jarras de vino y llenarlas... Pero no, las jarras las dejaría que las llenara él, su hijo, ¡faltaría mas!... Le gustaba retorcer la espita para que se oyera el chirrido que producía al rozar con el canuto de la cuba... y, cómo no, el ruido del chorro del vino al salir de la cuba y dar en el fondo de la jarra. Recordaba que solía decirle:

--Padre, ¿se da cuenta cómo va cambiando el sonido a medida que se llena la jarra?

Tapaba el agujero. Acercaba la jarra a la nariz y aspiraba exclamando:

--Esto es fluido de dioses, padre. Y la espuma, el adorno. Pétalos blancos para que no se vaya la esencia. ¡Divino!

Llegó a la puerta de la bodega. Sacó la llave. Abrió. Se pasó la mano por la frente.

--La verdad: calienta de cojones.

Tenía razón el Hatamí. Miró alrededor. Algunas plantas habían crecido a los lados de la puerta. Entre ellas varias de diferentes cardos. En la parte norte había musgo medio seco.

Olía a humedad y a vino. Los peldaños de la bodega estaban un poco resbaladizos. Tuvo que agarrarse a un saliente de la pared para no caer. Reconoció que ya no estaba en condiciones de bajar con la rapidez de antes a la bodega; que tenía que andarse con cuidado; eso sí: un sacrificio por los hijos siempre se hace; pero con tino, sin pasarse de rosca no vaya a chirriar como la espita.

Bien sabía él que ese resbalón se debía a que había perdido mucha agilidad en esos meses que le duró la depresión. Apenas había salido de casa. Pero ya estaba curado. Y no iba a dejar que por un pequeño traspiés se hundiera otra vez en el abismo, en esa bodega oscura y tenebrosa que había sido el obsesivo recuerdo de su esposa muerta y del hijo trabajando lejos del lar paterno. ¿Qué diría su hijo si lo viera decaído?... Y su nuera... ¿qué impresión se llevaría?... Por cierto... ¿cómo sería?... Una hermosa hembra, sin duda. Y cariñosa como la madre que había parido a su hijo. No pudo reprimir unas lágrimas al recordar a su esposa.

Siguió bajando peldaños hasta llegar a la plataforma donde se podían apreciar, débilmente, arrimados a las paredes, cubas, garrafas, botellas y vasijas de barro. Todo un poco desordenado.

Puso la bombilla. Limpió la mesa. Ordenó el desorden. Vio la tarea realizada y estuvo de acuerdo con ella. Luego miró la luz que se filtraba por la puerta de la bodega: quedaba aún tiempo para que llegara el hijo con la nuera. ¿Qué mejor sitio donde recibirlos sino allí?... La Fátima se encargaría de avisarles dónde estaba él. Aunque su hijo se lo imaginaría enseguida.

La bodega era como su segundo nacimiento. Por eso siempre estaba tan a gusto en ella. Su segundo nacimiento. Efectivamente. No se le olvida el suceso. Y entonces siente como un estremecimiento: había bajado con su hijo a limpiar las cubas; había que hacerlo antes de meter otra vez las uvas de la reciente cosecha; era un trabajo que se hacía desde hacía muchos años; y nunca pasaba nada; pero esa vez su hijo, que había entrado en la cuba más grande, no salía de ella; lo llamó; nada; silencio...

Inmediatamente supo lo que había pasado; y con rapidez, sin perder un instante, saltó, se subió hasta la abertura y se metió él en la cuba: su hijo estaba inconsciente, se había mareado; eran los gases venenosos que produce la cuba; si no lo sacaba rápido se moriría; con gran esfuerzo lo logró llevar hasta el agujero de la abertura de la cuba para que respirara; poco a poco volvió en si... ¡qué mal lo pasó! Con razón su hijo les decía a todos los amigos que iban a merendar a la bodega que era su segunda cuna.

Por eso consideraba este un sitio apropiado para recibir a su nuera. Y así entablaría conversación con ella. Además, entre que subía, cerraba, bajaba la cuesta y subía la otra que hay hasta su casa se pasaría el tiempo. Tardaría mucho más. Se sentó. Miró al otro lado de la mesa y en voz alta dijo:

--¿Por qué no nos tomamos un trago de optimismo mientras viene mi vástago? ¿Estás de acuerdo? ¿Si? ¡Pues venga!

Se levantó. Destapó la cuba. Llenó la jarra. Volvió a sentarse. Sacó el chorizo de la bolsa y puso las guindillas al lado. Acercó la jarra a los labios...

-- ¡Hatami! ¡Hatami! – se oyó arriba. Era la Fátima, mi mujercita.

-- ¿Han venido ya?... ¿Por qué no le has dicho que estaba aquí?...

-- ¡Hatami!... ¡Me oyes!...

--Si, si. Te oigo.

-- Que dice tú hijo que no lo esperes. A última hora han decidido ir a veranear a la playa. Que ya vendrá otro día. Más tarde. Que te cuides. Que te quiere mucho.

-- ¡Vale, Fátima!

Se bebió un largo trago de vino.

-- ¡A tu salud, hijo mío! Me cuidaré. No hay más remedio. Si no me cuido yo no me cuida nadie.

Las lágrimas resbalaban por su cara, lentamente.

--Nos hemos quedado todos un poco tristes.

--Para remediarlo habría que contar otra que no fuera así... Digo...

--¡Ah!... ¡Ya sé!