3: El Ferral
El Otro (así llamaremos al tercero en discordia) lo vio venir ya desde lejos con su cara adusta, la cabeza baja, balanceándose al andar como un mono... A pesar de vivir en un pueblo relativamente pequeño hacía tiempo que no lo veía y eso que por su trabajo siempre estaba él, El Otro, en la calle colocado tras el puesto de frutas y verduras. Habían sido muy amigos. Habían. Pasado. Hasta que fueron a la mili. Después ya... se acabó. Todo se acaba... Le vino al recuerdo la canción que cantaban con ganas los soldados cuando se iban de los cuarteles ya licenciados:
Campamento del Ferral
matadero de reclutas
la quinta el sesenta y dos
las está pasando putas.
¡Cómo cambió desde aquello que le sucedió en el Ferral!
Porque fue eso que le pasó en el dichoso campamento lo que lo transformó. O eso creía él, El Otro.
El Ferral era un campamento donde enviaban a los reclutas hasta que juraban bandera. Solo eran unos meses. Pero ¡qué meses!: además de sufrir a los mandos, sus órdenes absurdas, tenían que comer aquel el rancho asqueroso (rancho denominaban los soldados a las comidas cuarteleras). Y no se le olvida el frío, un frío que se metía hasta los huesos.
Allí fueron Él y El Otro. Al Ferral. Tardaron poco en adaptarse porque, tanto uno como el otro, no se diferenciaban del resto de reclutas soldados; salvo, como en la vida civil, esa pizca de singularidad que todos tenemos, pero sin que ese poco entrara en conflicto radical con el resto, excepto en raras excepciones. Ya en el tren se unieron a otros como ellos que resultaron de pueblos cercanos y bebieron y cantaron hasta llegar al destino.
Lo primero que supieron, o eso recogió su cerebro, fue el castigo de 'pena de muerte', ya que, alguien, un mando sin duda, les habló y habló y habló y su perorata terminaba siempre con 'pena de muerte'. Eso les heló el ánimo. Es decir hicieras las travesuras que hicieses, leves, graves, o monstruosas, te condenaban a la 'pena de muerte'. Eso es con lo que se quedaron. Luego en corros se animaban unos a otros riéndose de 'la pena de muerte'.
Entre las cosas que más les llamó la atención fue la arenga de un militar (cree recordar que el de mayor graduación del campamento) usando palabras tan corrientes, tan de ellos que se quedaron con la boca abierta; al tiempo, si bien lo analizaron, su estilo era entre soberbio y campechano, mitad chulo de barrio y mitad manso compadre. En ese discurso las voces gordas, los palabros, abundaban: hostias, cojones, coño... Intentaba parecer cercano a la tropa.
Pero solo desde el estrado donde peroraba. Luego en el día a día había unas barreras tan infranqueables que el acercamiento se hacía imposible. Practicamente ningún trato. Los mandos mandaban y ellos, los reclutas, obedecían sin rechistar. Y si les llevabas la contraria, eso piensa El Otro, aunque fuera de una manera tenue, educada y hasta pidiéndole perdón por disentir, ¡ay de ti!, mejor sería que te tragara la tierra.
Y hasta los mandos, si mal no recuerda, tenían dos categorías, oficiales y suboficiales: así, clubs de unos y de otros. Los suboficiales eran más asequibles. Aunque algunos de ellos, que les llamaban 'chusqueros', eran brutales.
(seguirá)