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En la tertulia de la bodega de Al-Jalil, alguien recordó a aquel amigo nuestro de la escuela coránica. Y yo, uno de la tertulia bodeguera, amigo de Omar Khayyam, y de los otros, lo voy a relatar a mi manera:
A pesar de lo niños que éramos, intuíamos que el compañero aquel, tan dulce, tan pálido, tan tierno, tan bueno, no iba a seguir mucho con nosotros; alguien lo tenía destinado para él y se lo quería llevar.
Le enviaba mensajes que, de vez en cuando, nos enseñaba; era en la lengua; era unos signos que cambiaban casi diariamente; nos admirábamos y algo de envidia nos entraba pues a nosotros nadie nos mandaba nada.
Nosotros le queríamos; y sentíamos una suave inquietud cuando jugábamos con él; y nos comportábamos de manera distinta cuando estábamos con él; y, por supuesto, no queríamos que se marchara y menos que nadie se lo llevara secuestrado.
A pesar de los años transcurridos lo recuerdo como si fuera ahora mismo; era... ¿cómo describirlo?... de algodón, pero perfumado, daba gusto olerlo.
Decía que, cuando jugábamos con él, nos portábamos de distinto modo que cuando lo hacíamos entre nosotros mismos. Puede ser, porque temíamos tocarlo con rudeza por si se nos estrujaba o exprimía y luego desapareciera como el olor del perfume.
Pero no se fue tan pronto; tardó en irse; su muerte... nos dolió a todos.
Recuerdo ese día, en su casa, en la que nunca había entrado; toda reluciente como una tacita de plata; un poco oscura; contrastaba con el ataúd tan blanco y tan pequeño; y él, ahí, metido, como un gnomo dormido...
Recuerdo ese día, en su casa, en la que nunca había entrado; toda reluciente como una tacita de plata; un poco oscura; contrastaba con el ataúd tan blanco y tan pequeño; y él, ahí, metido, como un gnomo dormido...
Y no sé por qué, después del entierro, recordamos las marcas de su lengua que él nos enseñaba; aparecían y desaparecían, misteriosamente.
Estábamos, ahora, más convencidos de que eran mensajes enviados por un poderoso señor, avisándole de cuándo lo iba a llevar a su mansión; tan viva fue nuestra creencia que llegó a convertirse en obsesión enfermiza; estábamos convencidos que el sepulcro del cementerio, donde lo habían llevado, era la puerta que comunicaba a esa morada de ese gran señor; y, después de rondar meses, alrededor del cementerio, un día nos decidimos a entrar en él; como uno de la pandilla era hijo del sepulturero, cogió las llaves del cementerio y del sepulcro a su padre.
Muertos de miedo, por los muertos, nos introducimos en el cementerio y luego en el sepulcro; y, efectivamente, no estaba solo: había una calavera, huesos, y polvo, pero no hallamos la puerta de acceso a la mansión señorial que nosotros imaginábamos.
Recuerdo que, entonces, Omar Khayyam nos dijo:
--Fijaos bien, yo creo, mirad lo que os digo, que, ni el más beodo -y con la borrachera más grande vista- de entre los hombres, casi semiinconsciente -es decir: haciendo eses por calles y campos, y a punto de caerse a tierra, como un árbol talado- osaría destrozar una copa llena, hasta los bordes, de vino y de vida. Pues, no sé si sabe él, borracho o cuerdo, pero sabemos todos, ¡cuántos bellos rostros y cuántos cuerpos perfectos han quedado convertidos en polvo!; y todo... ¿por qué, para qué, para quién?...