martes, 27 de mayo de 2008

José Mª Amigo Zamorano: Buscando su camino

(A la memoria de Aimé Césaire)


Cuentecillo contra el racismo:

El estudiante, que era negro, la piel de su rostro así lo delataba, miraba por el ventanal del café a la plaza. Se había apostado, al poco de llegar a París, tras unas breves escaramuzas, a una defensa legítima ante el ambiente hostil que, en un primer momento, lo sorprendió desarbolándolo. Y supo llevar a cabo con valor su resistencia.

Si tuviera que hacer un recorrido mental, y ahora lo hacía,
por las lluvias que había visto o le habían mojado, desde que llegó a la Francia desde la Martinica, diría que habían sido innumerables. Unas lluvias mansas, si, pero incesantes. Y un cielo encapotado, gris oscuro, colocado sobre su cabeza oprimiéndola.

Ahora, en este momento, comenzaba a clarear. El suelo de la plaza, por tanto, brillaba con más intensidad. El agua corría por ella como por un arroyuelo dirigiendo su líquido al oeste. Dos ancianas caminaban, muy juntas, debajo de sus paraguas. Una de ellas, a cada paso, curvaba su espalda hacia la izquierda, como si le faltaran las costillas de esa parte. A otra, más atrás, le costaba tanto el andar que parecía que el cuerpo tiraba de de sus piernas remolcándolas. Iban, sin duda, a un templo de la iglesia católica que se hallaba unos doscientos metros en dirección sureste.

Miró su reloj. Aun quedaban algunos minutos para que llegaran sus amigos. Unos africanos y otros caribeños. Todos negros como él. Entre los más cercanos a la amistad, un senegalés y un guadalupano. Estudiantes de las colonias en la Escuela Normal Superior. Buenos estudiantes. Muy buenos. Y, como tal, acudían, tras terminar sus deberes diarios, al café, para intercambiar ideas y sentimientos. Lo necesitaban. Al ser de raza negra, recibieron desde el principio el impacto de las miradas de asombro y extrañeza, cuando no el arañazo del menosprecio o del rechazo.

Iban acumulando experiencias o anécdotas que conformaban un cuerpo, casi sólido, muchas veces maloliente, nada agradable para ellos.

En la espera, este estudiante que decimos, recordaba varias. Una de ellas, la que más le impresionó, fue la siguiente: yendo un día por la calle, venía enfrente una mujer con un niño de la mano; el niño extiende el brazo y apuntándole con el dedo índice le dice a la hembra:

-¡Mamá, mira, un negro!

No le dio importancia porque él era de raza negra. Obvio. De padre y madre negros. Tenía la piel morena. Se sonrió orgulloso de llamar la atención de un niño.
Casi a su altura, el niño, tiró de la falda de su madre mientras exclamaba:

-¡Mamá, mamá, un negro, un negro! -insistió el niño, quien con cara de susto exclamó llorando- ¡Tengo miedo!

Dejó de sonreir el estudiante y quiso hablarle al niño, pero la matrona se puso delante, cruzada de brazos, las piernas en uve, entre él y el hijo, protegiéndolo:

-¡Ni se te ocurra tocar a mi hijo, negro de mierda!

Desistió de hablar con el nene, ante la actitud agresiva de su señora madre.
No era lógico lo que acababa de oír. Ni lógico, ni razonable, ni justo. Era negro. Pues si, pero... ¿por qué daba miedo o a qué se debía eso de 'negro de mierda'?...
Y recordó su primer diálogo con uno de los camareros del café:

-Traigame un café, por favor.
-Perdone... quería preguntarle...
-¿Si?
-Es que no me atrevo... Acabo de llegar de mi pueblo... No he servido nunca a uno de su raza... Bueno, tampoco al de otras razas...
-Pregunte.
-Ya... pero... es que me da miedo...
-¿Miedo?
-No sé... dicen tantas cosas... que si son ustedes canívales...
-¡Por Dios! ¡No me como a nadie!... ¡Póngame el café, joder!
-Enseguida... señor.

Se había enfurecido, pero fue como un chaparrón en medio de la lluvia mansa, pronto se pasó. Cuando volvió con el café le dijo que perdonara su enfado y que cuando tuviera tiempo pasara por la mesa que le explicaría algunas cosas.

Paseó la vista por la plaza mientras pensaba en todo ello. Luego, miró al camarero que estaba detrás del mostrador charlando con un cliente. Se cuzaron sus miradas y el camarero le saludó sonriéndole. Ya se había acostumbrado a la presencia del joven estudiante negro. Solía pensar: 'Que bien habla'... A pesar de ser negro'.

La coletilla 'A pesar de ser negro' le duró mas bien poco, porque era un joven inteligente y de mente abierta a lo nuevo, aunque... esta es otra historia que algún día contaremos. Si lo mencionamos aquí y ahora es porque, al verle, así, inteligente, pero falto de cultura, le dejó el estudiante negro al camarero blanco un libro sobre la trata de esclavos y al devolvérselo le dijo:

-Usted es negro descendiente de esclavos y yo blanco. Sin embargo, es más libre que yo, porque estoy esclavizado al trabajo del patrono de este café. Usted, en cambio, está estudiando...

No sabía el camarero que si él estudiaba era por una beca. Como tampoco sabía lo de su madre:

-'Y mi madre que por nuestra hambre insaciable sus piernas pedalean, pedalean de día, de noche, de noche me despiertas esas pìernas infatigables que mueven el pedal de noche, y la mordida áspera en la carne blanda de la noche de una Singer cuyo pedal mueve mi madre por nuestra hambre, día y noche'(*).

Los pedaleos de su madre lo sostenían en momentos de moral baja. Eran un acicate ante el ambiente racista que lo impregnaba casi todo. En esos momentos el recuerdo de su madre, sacrificando su vida hasta altas horas de la noche, le infundía energía suficiente para soportar toda clase de sinsabores o de agravios.

La convivencia diaria en clase estaba llena de miradas aviesas, de sonrisas maliciosas, sobre todo cuando interrogaba al profesor por alguna cuestión de historia relacionada con la trata de esclavos. Luego, en los pasillos, o en el patio de recreo, (era ya una costumbre casi mecánica), se acercaría algún grupo, cosa que no hacían normalmente. Y con mucha finura, porque, hay que decirlo, todos o casi todos eran refinados, corteses, pulcros... unos hipócritas redomados... le preguntarían acerca de esa esclavitud, con la intención de rebatirle con argumentos teñidos de una capa intelectualmente conmiserativa o paternal. Siempre ensalzando la civilización occidental en general y la francesa en particular.

-El hecho de que tú estés aquí, demuestra que nuestra civilización se ha elevado por encima de prejuicios raciales. Y a los que, milagrosamente, se separan del orden de los simios, los acoge en su seno con amor de padre. Nace esta generosa amplitud de miras de los principios morales superiores inmersos en la civilización judeo-cristiana que, reconócelo, ha derrotado, en todos los campos, al grosero paganismo...

En uno de esos fugaces encuentros, se acercó otro grupo en el que estaba un estudiante de color, que ya había visto más veces pero nunca se había atrevido a dirigirle la palabra. Y salió en su defensa con un punto de vista que conciliaba la negritud con los aportes cristianos. Todo ello expresado con una brillantez y exuberancia que lo dejó con la boca abierta. A algunos convenció y a otros, bueno, se callaron de momento, respetándolo, en el grado que un blanco de élite puede hacerlo con uno de color. Además, sus conceptos no eran nada peligrosos.

Y su origen de clase siendo, como era, hijo de propietario y de la casta noble de Senegal, contribuían a hacerlo más digerible. En la discusión, ambos se sintieron atraidos participando, como participaban, de sentimientos similares. Y los acontecimientos históricos, como una hoz, los había agabillado, aun teniendo sus diferencias, porque las tenían. El nexo de unión estaba en Africa. Allí brotó el árbol. Pero las ramas se extendían en varias direcciones, por lo que las divergencias eran innegables: uno, hijo de propietario, el otro, de gente humilde; uno, vástago en primera línea de Africa, el otro, descendiente de esclavos, de la isla Martinica.

Diferencias que se borraban debido a su juventud y a causa de la lejanía de su ambiente, libres de las ataduras que las sociedades imponen a los individuos. A él no se le olvida ese poder de las estructuras sociales en el comportamiento de las personas; poder que se reflejó en el hermano de una novia que tuvo: fueron a un campamento veinte días; se hicieron muy amigos; una amistad sincera, limpia, sana, pura... como se quiera denominar a dos corazones que se juntan... cuando regresaban en el autobús siguieron charlando casi como hermanos..

-Pero a la vista de la ciudad se fue volviendo silencioso, se le cambió el rostro, se hizo duro, aspero, distante... como se quiera llamar a la persona que se cierra al trato... no era el mismo con el que yo había intimado en el campamento; ya no era libre, era blanco e hijo de ricos y el otro, yo, era negro e hijo de pobres.

Pero allí, en Francia, ante una sociedad que hacía tabla rasa de orígenes o etnias a la hora de tratarlos: idénticos prejuicios arañaban su existencia. Ellos, fuera de su ambiente de donde habían sido arrancados de cuajo, eran jóvenes, eran libres, eran cultos, eraan, eso si, de clases diferentes, pero... eran negros lo que les impulsaba a la hermandad, a la amistad, a la unión, a la supervivencia, a la lucha.

De modo que la ligazón fue aumentando hasta el extremo de sentir, como estudiantes negros, la idea de defenderse, legitimamente, de los ataques racistas, llegando a idear una organización o grupo de presión que contribuyera a difundir la cultura africana: su historia, literatura, costumbres, folclore... comenzando primero con una tertulia... en el café donde se hallaba en ese momento esperando la llegada de otros miembros de esa tertulia.

Seguía la lluvia cayendo con parecida mansedumbre desde hacía varios días. Y lo que parecíó un clarear esperanzador se fue como el humo de la hoguera, y el cielo se tiñó de gris oscuro.

Desde que llegó a París hubo años en que la lluvia duraba meses o si no la lluvia el cielo cubierto del nubes sin dejar pasar el sol, cuando esto ocurría se le ponía como un peso en la cabeza y tenía que enfrascarse en sus estudios para no pensar en ello, porque sino se desesperaba. No quería que eso le venciera, le derrotara definitivamente. Algunos no habían aguantado este peso y se habían suicidado. Pero a él no iba a ocurrirle esto porque en una asociación de imágenes recordaba el sol, el calor, la flora de su tierra y se pasaba horas en ese retorno a su tierra natal salvándole de la tentación de quitarse la vida. Que si alguna vez la tuvo, el recuerdo de su madre pedaleando en la máquina de coser le volvía valadí ese sentimiento.

Al principio de su llegada, no era ni su madre, ni su tierra natal, principalmente, el recuerdo que le venía. Era una moza que dejó allí. Se llamaba... No recuerda ya su nombre. Ni había vuelto a saber nada de ella.

-Habrá encontrado novio. Tendrá ya... hasta hijos.

Pero le gustaba rescatar momentos. En concreto, aquella tarde en el jardín: tras enseñarle las letras griegas, ella le escondió el pañuelo; nada, era una disculpa, un juego para acariciarse; él le dijo: lo tienes tu; y como que buscaba el pañuelo, comenzó a acariciarle los brazos; ella temblaba; y soltó el pañuelo de la mano, mientras él la besaba y le acariciaba los senos; tenía el pelo negro, ojos de azabache y piel fina y muy blanca... ¡curioso!... ¡piel blanca!

-¡¿Qué será de ella!?, se terminaba preguntando.

Eso era antes, recién llegado. Luego cada vez menos. El recuerdo se diluyó en la lluvia de Francia. Y solo quedó su madre. Su madre querida. Su madre inolvidable. Era como una fortaleza su recuerdo. Un baluarte inexpugnable de resistencia.

Pero entonces, recién venido, también es curioso, era la moza la que primero aparecía. En los primeros meses. Aun lo recuerda porque, como ahora, siempre estaba lloviendo, pero aquella lluvia no era como esta: aquella taladraba de frío como un berbiquí. Los canalones lanzaban sus chorros a coro con los surtidores de las fuentes.

Se sintió anonadado, empequeñecido, solo. Y en la habitación comenzó a llorar. A punto estuvo de abandonar Francia, de dejarlo todo, de salir corriendo y embarcarse en el mismo barco que lo había traido desde la Martinica. Pero recordó que le había prometido a... ¿cómo se llamaba?... ser valiente. La misma promesa que a su madre... No podía defraudarlas. Se quedó dormido encima de la cama.

Lo pasó muy mal y eso que no quería acordarse de las peleas con un chulo de su clase, porque esa parte de su vida de quince años ya quedó atrás.

Al año conoció a otro negro, era de Guadalupe una isla cercana a Martinica y la estancia se le hizo menos cuesta arriba. Miembro del Partido Comunista le enseñó el camino de la lucha. Era uno de los que se reunían en el café. En sus charlas se dieron cuenta de la necesidad de publicar una revista para mostrar a sus conciudadanos negros sus fallos y para rebatir las ideas racistas. Ideas que es dificil de erradicar, en parte porque el diferente da miedo y en parte porque las lleva uno impresas sin querer.

De esto ultimo adquirió conciencia a raiz del encuentro con un negro en un autobús. Participó de ese racismo. Como un canalla. Como un canalla cobarde. Así lo contó él mismo:

-Una Tarde en un tranvía frente a mí un negro. / Era un negro grande como un pongo que pugnaba por hacerse chico en un banco del tranvía. Trataba de despojarse en este banco pringoso del tranvía, de sus piernas gigantescas de sus manos temblorosas de boxeador hambriento. Y todo le había abandonado, su nariz se parecía una península abandonada en una rada y hasta su misma negrura que se decoloraba bajo la acción incansable de una curtidura en blanco. Y el curtidor era la Miseria. Un murciélago orejudo, repentino: en ese rostro las heridas de sus garras habían cicatrizado en islotes de sarna. Era un obrero incansable la Miseria trabajando en el algún cartucho horripilante. Se veía muy bien como el pulgar industrioso y malévolo había modelado el bulto de la frente, agujereado la nariz en dos túneles paralelos e inquietantes, alargado desmesuradamente el belfo y caricaturesca obra maestra había cepillado, pulido, barnizado la oreja más dimimuta y graciosa de la creación. / Era un negro desgarbado, sin ritmo ni medida. / Un negro que movía los ojos en una lasitud sanguinolenta. / Un negro sin pudor, los dedos de sus pies crujiendo hediondos en el fondo del cubilete entreabierto de sus zapatos. / La Miseria, no puede decirse otra cosa, se había esforzado en acabarlo. / Había ahondado la órbita de sus ojos, se los había cubierto con una pasta de polvo mezclada de legañas. / Había estirado el espacio vacío en tre el sólido encaje de la mandíbula y los pómulos de la vieja e deslustrada mejilla. Encima había planteado los estacas pequeñas y lucientes de una barba de varios días. Le había enfermado el corazón y encorvado la espalda. / El todo representaba perfectamente un negro repugnante, un negro gruñón, un negro melancólico, un escombro de negro que unía las manos en plegaria sobre un bastón nudoso. Un negro enterrado en un viejo chaleco raído. Un negro cómico y feo; las mujeres a mi espalda reían al mirarle. / Me volví hacia ellas y mis ojos proclamaban que yo no tenía nada en común con este mono. / Era COMICO Y FEO. / COMICO Y FEO ciertamente(*).

Alboreó una sonrisa estúpida de complicidad con las carcajadas de las mujeres del tranvía. / ¡Halló de nuevo su cobardía, cuanda deseaba acercarse a ellas y retorcerles el cuello! Pero no encontró el significado nauseabundo, en su fealdad meridiana, hasta que no lo contó en la tertulia del café donde se encontraba ahora, pensativo, mirando la lluvia empapar plaza y soportales.

Y es que cuando terminó de relatar lo sucedido en el tranvía, uno de sus amigos, el senegalés, leyó un trozo breve de una obra clásica de la literatura castellana titulada 'El lazarillo de Tormes' que le hizo sonrojarse. La vergüenza le inundó todo su ser y casi no podía moverse por miedo a que sus huesos se rieran de él. El texto dice así:

'Ella y un hombre moreno, de aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Este algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces de día llegaba a la puerta en achaques de comprar huevos y entrávase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él e avíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con si venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños, a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba e ayudaba a calentar.
Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre e ami blancos y a él no, huía de él con miedo para mi madre y, señalando con el dedo, decía: '¡Madre, coco!'
Respondió él riendo: '¡Hideputa!'
Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije entre mi: '¡Cuántos debe de haber en el mundo, que huyen de otros, porque no se ven a si mismos!'(1).

-Vale. Con eso ya me has dicho todo. Hasta se me ha puesto la carne de gallina. De vergüenza... ¡Qué vergüenza!... ¡Soy una mierda!...

Había escondido la cara entre sus manos. Pidió perdón por su cobardía. Y miró en derredor por si alguien más hubiera notado algo. Nadie. Todos los camareros estaban trabajando y los clientes ensimismados en sus cosas.

El guadalupano intervino para decirle que esa era un actitud hipercrítica. En realidad con la sonrisa hermanada a las risas de las mozas del autobús, había realizado un acto de cobardía interior que pudiera trascender un día a la realidad. De momento solo había sido eso: un espíritu arrugado ante la realidad racista. Pero de los errores se aprende para no volver a cometerlos. Hasta ahora lo más grave, había seguido razonando el guadalupano, es que ese negro grandullón había sido derrotado por el sistema esclavista y él en vez de haber sentido un compromiso de rebeldía ante él se unió a la chacota general: lo que implicaba en buena manera una traición hacia todos los esclavos del mundo, hacia todos los explotados del mundo... en espíritu. Y ¿eso que es? Nada. Un materialista dialéctico debe entender que es el movimiento y no la quietud lo que transforma la realidad. Dicho de otra manera: cuando de verdad tendrías que hacerte autocrítica es cuando tu acción se uniera a la de los enemigos de clase. Por lo que tu angustia es una simple actitud hipercrítica de naturaleza moralmente burguesa.

No entendió del todo el discurso del guadalupano, pero se dio cuenta de que sus disgustos tenían menos importancia real de la que él le había dado. Fue así mismo como una cura de humildad. Quería decir que su acción por muy sonora o sangrienta que hubiera sido no dejaba de ser eso: un hecho individual que nada hubiera cambiado en el orden evidente de la discriminación racial.

Estuvo unos días mal, debatiéndose entre el orgullo de ser negro, de su negritud sin tacha, que no cuajaba con su comportamiento en el tranvía o su inmersión en la Humanidad, una Negritud sin soberbia, sin odio, pertrechada de autocrítica, empezando por los de su raza con los defectos y virtudes que había ido acumulando a lo largo de la Historia con mayúscula.

-Me niego a considerar mis hinchazones como glorias venideras. Y me río de mis antiguas imaginaciones pueriles. Me escondía tras una vanidad estúpida.. y he aquí el hombre derribado. Su frágil defensa dispersa. ¿Mas qué extraño orgullo súbitamente me ilumina? Oh luz amiga... soy de los que no inventaron ni la pólvora ni la brújula, ni el vapor ni la electricidad, ni exploraron mares, ni cielos... mas sin ellos la tierra no sería tierra... mi negrura no es una piedra... se hunde en la carne roja del suelo, en la carne ardiente del cielo... (*)

Esa era su Negritud, una comunión con los suyos sin malquerencias hacia los demás, pero sin dejarse pisar por nadie. Y para eso necesitaban una publicación donde plasmar sus posturas ante la vida...

Al fondo de la plaza ya aparecían algunos de los esperados. Dos viejas, camino de la iglesia, les miraron con miedo apartándose de ellos. Pero a estas alturas de la historia ya no les importaba. Los rostros negros del senegalés y el guadalupano se confundían con el gris del ambiente. Caminaban deprisa envueltos en gabardinas negras. Tenían que debatir muchos puntos. Entre ellos el título de la revista: 'El Estudiante Negro' o talvez 'Legítima Defensa'. O, quién sabe... otra cualquiera como... El tiempo lo diría.

El estudiante, que era negro, la piel de su rostro así lo delataba, los miraba desde el ventanal del café, se había apostado, al poco de llegar a París, tras unas breves escaramuzas, a una defensa legítima ante el ambiente hostil que, en un primer momento, lo sorprendió desarbolándolo. Y con ellos llevará a cabo su...

(*) Cuaderno de un retorno al país natal: poemario de Aimé Césaire.
Reeditado en España por la Fundación Sinsonte con el título 'Retorno al país natal'. Diciembre de 2007. Zamora.

(1) El Lazarillo de Tormes, Anónimo.


Fdo: José María Amigo Zamorano