jueves, 14 de febrero de 2008

Iswe Letu: Un sueño, dos perros y un ataúd

Soñó que, después de participar en campaña electoral, salía a recibir, con el alma en vilo, al candidato vencedor: la nieve lo ahogaba entre dunas movedizas.

El vencedor era su hermano, su amigo, su confidente, su amado...

Con él batalló durante días en mítines por los más diversos poblados, muchas veces en medio de tiroteos o explosiones, donde, los cientos de miles de muertos, escuchaban, incrédulos y atónitos, las palabras de paz del candidato, en el caso de salir elegido por todos los estados de Nebrakisán, Utachenia o Bielotexas... y otros muchos... a los que no conocía y al mismo tiempo conocía horrorizada.

La miraban con ojos de odio. Ojos inyectados en sangre. Ojos que se salían de las órbitas. Sanguinarios.

Entre los cadáveres que oían el discurso, entre estoicos y admirados, se encontraba ella, ella misma, mirando con angustia cómo dos perros callejeros, que eran de su sangre, comían, obligados por el Jefe de la Jauría, sus propias entrañas. Las de ella.

La sangre y trozos de vísceras resbalaba por la comisura de los labios.

Iban ya a devorar su corazón. Estaban a punto de hincarle el diente, cuando su hermana, que dormía al lado, la despertó diciéndole:

-Llaman a la puerta.

-¿¡Qué!?

-Ha sonado el timbre.

-¿Tan temprano?

-Es ya muy de mañana. Nos hemos dormido. El sol está muy arriba.

-Pues abre. Enseguida voy...

-¡Que pesadilla, dios mío! ¡Qué pesadilla!... -musitaba.

Oyó a su hermana abrir la puerta y charlar con voz entrecortada con alguien. Se estremeció y corrió al salón de la casa.

No había nadie.

Con los que hablaba. Los que fueran... estaban en el pórtico. Y seguían hablando con su hermana.

Oyó unos ladridos.

Extrañada, porque ellas no tenían canes, se precipitó hasta la galería de la entrada.

Los vio. Eran los sabuesos del sueño. Y los abrazó.

Detrás, dos marines escoltaban un ataúd.

Traían a su hermano, muerto en Irak.

Su hermano, después de una matanza, de haber jugado a las cartas y de haberse retado, con otros soldados de la partida, a entrar en una casa, a violar a unas niñas iraquíes, vio, desamparados, dos perros callejeros. Se conmovió ante su desamparo. Los adoptó, cuidándolos con la idea de llevarlos a Nebraska, a su estado, a la granja de sus progenitores.

Y allí estaban.

Sanos y salvos.

Cumpliendo su deseo.