Vieja, viejísima, valetudinaria
Era roja. Por eso no le gustaba. Decían que era viejísima. Pero ahí estaba. Como siempre. No muy lejos de donde él pasaba.
Posiblemente pensaría, si pensase, que vivía en una hondonada. Y no lo era del todo, pues en la dirección Norte/Sur, y viceversa claro, el terreno dejaba pasar el viento a su capricho sin ningún accidente que se lo impidiera. Y si procedía del Sur le daba igual. Bueno, no le daba igual pues se esponjaba, se coloreaba aún más y, a pesar de su vejez, se volvía hermosísima, en una palabra: gozaba.
A él, no. Con ese viento cálido, el Viento Sur, muelle, pegajoso, se sentía mal, muy mal; todo lo contrario que con el Viento Norte que avivaba su ser.
A La Roja el viento helado del Norte la empequeñecía, la ajaba… las arrugas se le pronunciaban tanto, como el terreno cuando se cuartea.
Si ese viento duraba mas de lo normal, La Roja -la llamamos así, pues ella nunca le dijo cómo se llamaba- transformaba su vestimenta: el sombrero se arrugaba, el tronco adquiría un color verde ceniciento… como si quisiera prepararse para volver a la tierra. Parecía protegerse… no no, no lo parecía, se protegía. Era como refugiarse en los pliegues de su propia naturaleza. Y si el viento se prolongaba varios días… casi se ahogaba, empequeñeciéndose de tal modo, como si presintiera el fin de sus días. ¡Vamos, que se veía irse con viento helado!
De hecho, se dice, y es una verdad contrastada, que la muerte suele anunciarse. El próximo infeliz al que ella tiene entre ceja y ceja, lo nota. Y llora impotente. No puede hacer otra cosa. A un viejo escritor que conocimos le ocurrió lo mismo: cuando se despidió de nosotros un verano lloró, lo que nunca había hecho: ‘No sé, no sé… -decía con lágrimas en los ojos- si volveremos a vernos…’. En diciembre se murió.
La Roja, sin embargo, no era capaz de echar tan siquiera una lagrimilla. Eso si, todo su cuerpo se estremecía. En lo único que se parecía él La Roja es que no lloraba. Y remedando el título de una novela de Norman Mailer, se decía, para si: ‘Los hombres duros no lloran’. Y no lloraba. Se estremecía, pero apretaba los puños.
Como esa mañana que, después de desayunar, sintió como si la vista se le fuera… Bueno, tampoco era así, mas bien fue como si sus ojos se desplazaran de su recta cotidiana. Y experimentó la sensación de que el salón de la casa se transformaba en un sepulcro, estando él en el medio, metido en un ataúd, y las plantas, que el salón tenía: judíos, espatillum, plantas del dinero, geranios, aspidistras… estuvieran allí adornando su cadáver. Era un aviso, pensó. Y se fue de mala ostia, obsesionado, a dar un paseo.
A La Roja, si retornaba el Viento Sur, toda su angustia se le desvanecía. La llevaba el viento cálido. Alzaba su cubierta, a modo de brazos, y bailaba poniéndose aún más atomatada si cabe. Como en este momento que la miraba. Su ser, acariciado por el viento, se esponjaba. Respira, quizá, los aromas del tomillo y del romero que, este, le trae. La envuelven hasta que se trastorna y tórnase tierna avecilla. Nunca mejor dicho, pues parecía volar meciéndose de un lado para otro. Levitaba en un paraíso juvenil. Y no lo era. Ya hemos dicho que era muy vieja.
El lugar donde había nacido y crecido era singularmente peligroso pues estaba, justo, al lado de un barranco. En el filo. Pero en momentos, como el que acabamos de narrar, en que soplaba el Viento Sur, ella era un ser ajeno a las siniestras curvas que da la vida. Lo decimos porque, su ego, la cegaba hasta extremos inauditos: era, precisamente, esa vanagloria de la felicidad propia, la que la convertía en presa fácil de las insidias de su entorno: su filosofía, no escrita ni expresada en lenguaje comprensible para el común de los seres, a pesar de considerarse, como se consideraba, de la misma naturaleza que los demás, hacia tabla rasa de diferencias, tratando con igual rasero a propios de extraños: a la misma altura que a ella misma; sin embargo, no se daba cuenta de que, a pesar de ser iguales, también hay, aunque solo sea una brizna, algo que nos diferencia; en ella la diferencia estaba o radicaba en esa posición límite: a la vera del abismo: en el mismo filo; y cualquier movimiento en falso podía precipitarla cuesta abajo.
Posiblemente pensaría, si pensase, que vivía en una hondonada. Y no lo era del todo, pues en la dirección Norte/Sur, y viceversa claro, el terreno dejaba pasar el viento a su capricho sin ningún accidente que se lo impidiera. Y si procedía del Sur le daba igual. Bueno, no le daba igual pues se esponjaba, se coloreaba aún más y, a pesar de su vejez, se volvía hermosísima, en una palabra: gozaba.
A él, no. Con ese viento cálido, el Viento Sur, muelle, pegajoso, se sentía mal, muy mal; todo lo contrario que con el Viento Norte que avivaba su ser.
A La Roja el viento helado del Norte la empequeñecía, la ajaba… las arrugas se le pronunciaban tanto, como el terreno cuando se cuartea.
Si ese viento duraba mas de lo normal, La Roja -la llamamos así, pues ella nunca le dijo cómo se llamaba- transformaba su vestimenta: el sombrero se arrugaba, el tronco adquiría un color verde ceniciento… como si quisiera prepararse para volver a la tierra. Parecía protegerse… no no, no lo parecía, se protegía. Era como refugiarse en los pliegues de su propia naturaleza. Y si el viento se prolongaba varios días… casi se ahogaba, empequeñeciéndose de tal modo, como si presintiera el fin de sus días. ¡Vamos, que se veía irse con viento helado!
De hecho, se dice, y es una verdad contrastada, que la muerte suele anunciarse. El próximo infeliz al que ella tiene entre ceja y ceja, lo nota. Y llora impotente. No puede hacer otra cosa. A un viejo escritor que conocimos le ocurrió lo mismo: cuando se despidió de nosotros un verano lloró, lo que nunca había hecho: ‘No sé, no sé… -decía con lágrimas en los ojos- si volveremos a vernos…’. En diciembre se murió.
La Roja, sin embargo, no era capaz de echar tan siquiera una lagrimilla. Eso si, todo su cuerpo se estremecía. En lo único que se parecía él La Roja es que no lloraba. Y remedando el título de una novela de Norman Mailer, se decía, para si: ‘Los hombres duros no lloran’. Y no lloraba. Se estremecía, pero apretaba los puños.
Como esa mañana que, después de desayunar, sintió como si la vista se le fuera… Bueno, tampoco era así, mas bien fue como si sus ojos se desplazaran de su recta cotidiana. Y experimentó la sensación de que el salón de la casa se transformaba en un sepulcro, estando él en el medio, metido en un ataúd, y las plantas, que el salón tenía: judíos, espatillum, plantas del dinero, geranios, aspidistras… estuvieran allí adornando su cadáver. Era un aviso, pensó. Y se fue de mala ostia, obsesionado, a dar un paseo.
A La Roja, si retornaba el Viento Sur, toda su angustia se le desvanecía. La llevaba el viento cálido. Alzaba su cubierta, a modo de brazos, y bailaba poniéndose aún más atomatada si cabe. Como en este momento que la miraba. Su ser, acariciado por el viento, se esponjaba. Respira, quizá, los aromas del tomillo y del romero que, este, le trae. La envuelven hasta que se trastorna y tórnase tierna avecilla. Nunca mejor dicho, pues parecía volar meciéndose de un lado para otro. Levitaba en un paraíso juvenil. Y no lo era. Ya hemos dicho que era muy vieja.
El lugar donde había nacido y crecido era singularmente peligroso pues estaba, justo, al lado de un barranco. En el filo. Pero en momentos, como el que acabamos de narrar, en que soplaba el Viento Sur, ella era un ser ajeno a las siniestras curvas que da la vida. Lo decimos porque, su ego, la cegaba hasta extremos inauditos: era, precisamente, esa vanagloria de la felicidad propia, la que la convertía en presa fácil de las insidias de su entorno: su filosofía, no escrita ni expresada en lenguaje comprensible para el común de los seres, a pesar de considerarse, como se consideraba, de la misma naturaleza que los demás, hacia tabla rasa de diferencias, tratando con igual rasero a propios de extraños: a la misma altura que a ella misma; sin embargo, no se daba cuenta de que, a pesar de ser iguales, también hay, aunque solo sea una brizna, algo que nos diferencia; en ella la diferencia estaba o radicaba en esa posición límite: a la vera del abismo: en el mismo filo; y cualquier movimiento en falso podía precipitarla cuesta abajo.
También tenía otros factores negativos, sin ser consciente de ellos: al Oeste, le cerraba paso al horizonte, impidiéndole extender la vista, una elevación del terreno, un peñasco, por lo que nunca supo de puestas de sol y su variedad de rojos… ¿y para qué los quería si para roja ya estaba ella?
Tampoco por el Este el terreno era, precisamente, un paraíso de verdor: allí lo que había era un terraplén, en el que, hasta las hormigas, resbalaban...
¡Hormigas, gusanos… mierda que se arrastra!, pensó él con rabia.
Su habitat, por lo que observaba, lo componían: tres puntos negativos por un solo positivo; a saber: Viento Norte, peñasco y terraplén constreñían a La Roja; y solamente el Viento Sur le alegraba el corazón.
No era La Roja un ser de aventuras andariegas. Tampoco lo que la rodeaba invitaba a la aventura. Cabía, eso si, la posibilidad de escalar el peñasco como otros de su clase; o bajar la hondonada, para a continuación elevarse hasta un roquedo desde donde otras rojas la saludaban moviéndose. Le estaban diciendo que, desde allí, podía ver todas las mañanas la aurora, el amanecer, el alba… que a ella le sonaban a gringo.
Todo lo anterior, como habrán podido colegir, era una simple elucubración del que, como él, la contemplaba todos los días paseando, porque ella, lo que se dice ella, nada decía.
Y es que los seres, no todos porque sería una exageración, pero sí la mayoría de ellos, son sedentarios y no se mueven del terreno donde nacen, crecen y se reproducen, hasta que mueren sin preguntarse, jamás, nunca, el por qué de haber nacido en ese sitio... Es decir, hacen lo mismo que han hecho sus padres que antes hicieron los padres de sus padres… Lo ven natural... Lo siguen por instinto…
De la misma manera ella, La Roja, se había adaptado allí. En ese lugar. A la vera del barranco. Al pie del precipicio. Y de allí no se movería, relampaguease, tronara o lloviese. Si llovía, eso quería decir que el agua correría abundante y mejor para ella. Si el año era escaso de precipitaciones, se aguantaba sin un quejido, sin una protesta. Ella, La Roja, era vieja, viejísima, valetudinaria. Tenía callos en el alma y mas conchas que un galápago... Pero vivía ¿o no?... Luego, le había ido bien la cosa. Sin necesidad de puestas de sol, ni de amaneceres, albas, auroras… Y declaraba su rojez con naturalidad, aunque a él no le gustara, y no le gustaba. Con el orgullo de haber sobrevivido a cataclismos geológicos, eras glaciales, sequías, inundaciones... A él no le gustaba nada, nada, nada...
-Bien -se dijo el caminante que la contemplaba- estás orgullosa de ser Amapola, Amapola Roja, Roja… De resistir cataclismos… ¡Ya!… Pues… ¡A ver si resistes el de mi bota! ¡Roja de mierda!
Y aplastó a la roja amapola.