jueves, 22 de marzo de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Siguiendo a Omar Khayyam 19








19.

La desgracia de Rustem




Caminaba cojeando. El rostro triste. Iba, claro está, a la taberna, donde lo esperaban sus amigos con Omar Khayyam a la cabeza.
El trayecto desde su casa, aunque corto, era un suplicio; y no por el dolor de la pierna que no tenía, que le dolía; ni por la sustituta, la de palo, la ortopédica, que se estaba acostumbrando a llevarla; no, por eso, no; le torturaban, psicológicamente, los vecinos, desde las puertas de sus casas, con sus frases conmiserativas de ánimo; quienes con alguna que otra excepción no lo hacían a mala fe; pero, a él, le dolían muchísimo, recordándole su desgracia.
--¡Animo! Y olvida ya a esa zorra, Rustem.
Djam, sentado a la puerta de su casa, siempre le decía lo mismo y seguía comiendo sin cesar pistachos. Lo de los pistachos era sin duda una máscara de indiferencia. La frase a él le salía de dentro, de muy adentro, de sus vísceras; recordaba, bien lo sabía, que cuando llegó de la guerra, con una mano adelante y otra atrás, la mujer lo abandonó.
Un caso similar al suyo, al de Rustem, ya que Humai, la novia de éste, se fue distanciándose hasta que lo dejó, yéndose con otro a partir del día que lo vio curado y sin pierna. Maldita fiesta. No se le olvida.
De modo que deseaba llegar, cuanto antes, a la esquina y doblarla: entonces enfilaba una calleja, al fondo de la cual se hallaba la taberna, con sus amigos sentados en la terraza en torno a una mesa; pero no podía avanzar más deprisa; y, antes, tenía que pasar delante de la casa del que había su rival y que con veneno en sus palabras decía:
--Un Rustem es siempre un Rustem, hasta que muere.
Y añadía, por lo bajo, como cuchicheando con los que estaban siempre a su alrededor:
--¡Pobre hombre! El otro día intentaba subir a la yegua con su pata de palo y... era lastimoso verle.
Pero no tan bajo que él no pudiera oírle. Lo saludó. Hubiera deseado matarle... Recordaba él, sí, sus esfuerzos por subirse a la grupa de su yegua; y cómo lo había conseguido con lágrimas en sus ojos; en su yegua, la misma que, al saltar aquel arroyo, de noche, viniendo de la fiesta de la aldea vecina, se había caído encima de su pierna; se la rompió; y, además, le hizo una herida. Allí estuvo bastante tiempo, cerca del agua, hasta que acudieron a socorrerle mozos del pueblo que venían andando de la misma fiesta. A los pocos días se le gangrenó teniéndosela que cortar. Y ella… ¡la muy zorra!...
Llega humedecidos los ojos a la taberna. Y con picor en los dedos del pie de la pierna que no tiene.
--¡Tiene cojones! ¡Picarme! ¡Y algo que no existe! -exclama derramando alguna lágrima.
Los amigos lo saludan y Omar Khayyam le dice:
--Otra vez ese cabrón... ¡Hay que joderse!




Y prosigue:




--Rustem, no dejes nunca, no consientas jamás, que te asalten las desdichas; y para ello... ¡tabernero!... ¡una copa del mejor vino que tengas!... ¡doncel o albillo!... ¡de malvasía, tetacabra o moscatel!... ¡para acorazar a este amigo!... ¡para blindarlo ante el más que posible ataque!... ¡una copa, pero solo como principio!... ¡luego vendrá la inundación! - se ríen.




--¡Tonto, mas que tonto!, ¡venga un abrazo en nombre de todos!... ¡ah!... ¿cuántas veces, hemos de decirte, que no eres tu, ni, por lo tanto, tampoco somos nosotros, precisamente, los oros, que esconden, con mucho cuidado, bajo tierra, para encontrarlos luego?