jueves, 12 de agosto de 2010

José Mª Amigo Zamorano: El, Ella, y El Otro (1)

1: Los pelos

Aquel verano fue muy caluroso. Pero la mañana en la que sucedió aquel, digamos, accidente tormentoso,  el calor era sahariano. Eso de 'sahariano' lo hemos tomamos del escritor Eusebio García Luengo que lo aplicaba al calor de Madrid, aunque añadía a continuación:

-'Yo no he estado nunca en el Sahara'.

Lo cierto es que, junto al sol, echaban fuego las paredes, el asfalto, el aire... Todo. Pudiera decirse que el infierno nos había invadido. Hasta el cielo comenzó a trastornarse aborrascándose. Los dos gatos dormitaban tumbados en los sillones del salón. Las persianas estaban bajadas y las ventanas abiertas para recoger algún aire fresco que milagrosamente pasara por allí y quisiera colarse. Toda la morada estaba en silencio, silencio solo interrumpido de cuando en cuando por el grifo del agua sobre el fregadero de la cocina.

El (así llamaremos al inquilino de la casa) aplanado por el calor, sentado a la mesa del comedor, se miraba las manos, colocadas en el borde del mueble. No tenía nada que hacer y, lo más grave, es que no sabía en que ocupar su tiempo. Ella (así denominaremos a la inquilina de la casa) por el contraio, si tenía cosa que hacer y si no las tenía se ingeniaba parar conseguirlas.

En la calle se oía el silbato del afilador.

-Hoy o mañana llueve -dijo Ella desde el fregadero de la cocina.

No le pareció a El que lo que acaba de oir fuera congruente, pero se guardó para si su pensamiento.

-Hoy o mañana llueve -repitió la mujer añadiendo- Eso se decía en mi niñez, allá, en el Norte de España, cuando aparecía el afilador.

-Qué tendrá que ver una cosa con la otra -se dijo para su coleto El- Lo más probable es que el afilador -continuó razonando- se presentara en épocas propicias a los aguaceros y por una de esas casualidades acurriría que las nubes descargaran su líquido elemento cuando el silbato se hacía patente penetrando en las casas. Y las mujeres, idiotas por naturaleza, unieron ambos sucesos atribuyéndole al afilador cualidades mágicas. 

Mas para qué discutir con Ella. No serviría de nada.

Siguió mirándose las manos. Manos que no le servían para casi nada. En fin...

Uno de los gatos se acercó a El. Comenzó a restregarse contra su pantalón. Luego se apartó un poco y mirándole comenzó a maullar suavemente. Le lanzó una patada pero no lo alcanzó. El felino le adivinó la intención y se escurrió en dirección de la cocina donde Ella faenaba.

-¿Qué quieres, pesao? -se oyó a ella decir- Ven, que te voy a dar de comer.

Ella pasó por detrás de El seguida por el gato. En un recipiente depositó unas bolitas de color marrón que el animal comía con evidente gusto.

Mientras comía el animal Ella miró a El. El era su marido y Ella, claro, la esposa. Desde donde lo veía Ella, así, de perfil, el lado derecho de la cara, El era hasta guapo. Si acaso lo afeaba, amén de otras cosas, su expresión adusta, seria, casi amarga.

-¿Por que no te vas a dar un paseo?

-Me aburro andando por ahí.

-Más te aburrirás ahí sentado, sin hacer nada.

-¿Te molesto?

-¡No! ¡Por Dios! ¡Qué cosas dices!

-¿Esperas a alguien?

-¡Bueno, bueno! ¿A quién voy a esperar?

-No sé... Al novio.

Ella se sonrió. Luego se puso seria. No le contestó. La estaba provocando y la mujer lo sabía. El hombre  miró a hurtadillas viendo cómo peinaba al gato.

De repente le dijo:

-¿En qué puedo ayudarte?

-En nada.

-¡Joder! No dices que no me muevo...

-¿Quiéres ayudarme?... ¿de verdad?...

-Si.

-Pues... necesito tomates y lechuga para la ensalada.

-Iré a comprarlos.

Ella extraía del peine con los dedos de la mano los pelos del gato. Lo que a El le produjo una arcada. Los pelos le llegaban, de una manera casi enfermiza, solo verlos, a la boca, bajaban por el esófago y se establecían en el estómago. Eran imágenes que el cerebro no podía rechazar, corrían a su libre albedrío por esos conductos y, claro, el estómago intentaba expulsar a los intrusos conmocionando todo su cuerpo. Lo pasaba mal, muy mal. Siempre. Algunas veces se había tenido que echar la mano al pecho. El remedio era apartar de su vista toda pelambre. Y aun así le duraba un tiempo el malestar.

Se levantó rapidamente de la silla y dando un portazo salió a la calle en busca de los tomates y la lechuga.

(seguirá)