miércoles, 30 de junio de 2010

Osvaldo Gallone: Un posmoderno se ensaña con Miguel Hernández

» Le Monde Diplomatique; Año IV, Numero 37 Junio 2010


Poeta por encima de toda sospecha - Mie, 06/16/2010 - por Osvaldo Gallone

Un posmoderno se ensaña con Miguel Hernández - Osvaldo Gallone

Dos estremecimientos complementarios parecen signar la dinámica de la posmodernidad (concepto tan lábil como lábiles son las bases que lo sustentan): la laboriosa reivindicación de la ramplonería y la no menos laboriosa demolición de lo legítimamente consagrado; ambos estremecimientos alimentados por el pan de la pretendida relatividad de los valores (cuando si hay algo que caracteriza a los valores es su carácter absoluto).
Ejemplo de lo primero –para no remitirse más que a un nivel estrictamente local– es la curiosa revalorización de los filmes perpetrados por Armando Bo y protagonizados por la señora Isabel Sarli (hace unos meses se exhibió una retrospectiva fílmica de la pareja en el espacio cultural Malba) definiéndolos como consumados paradigmas de pornografía ingenua sostenidos en una estética adelantada a su tiempo. A riesgo de precipitarse en la injusticia crítica, cabe señalar que en las remotas fechas de su estreno (las décadas de 1960 y 1970) las películas de Bo-Sarli resultaban grotescas; vistas hoy, no han hecho más que acentuar su impecable estolidez. Ejemplo de lo segundo –con sus más y sus menos, sus idas y vueltas, sus matices y atenuaciones– es la biografía, aún no difundida en Argentina, de Miguel Hernández, con motivo de la conmemoración del centenario de su nacimiento, escrita por Eutimio Martín, licenciado en Filología Románica y catedrático emérito de la Universidad de Aix-en-Provence (1).

El erotismo desbocado

En El oficio de poeta, Eutimio Martín concluye: “El final fue tan digno que está por encima de las pequeñas concesiones que hizo en su vida”. Huelga decir que el biógrafo se ocupa con escrupuloso énfasis “de las pequeñas concesiones”.
Resulta indiscutible que Hernández encarnó como pocos la esencia constitutiva de la causa republicana: la conquista de la libertad personal contra la opresión económica y la asfixiante hegemonía clerical. No es menos evidente, como define Martín de modo impecable, que su muerte fue un “asesinato a fuego lento” (como el propio poeta declara en carta clandestina desde prisión: “Se me cura a fuerza de tirones y todo es desidia, ignorancia, despreocupación…”) y que la Iglesia católica no sólo pudo haber evitado la muerte y el abyecto periplo carcelario al que fue sometido, sino que también podría haber mediado para que fuera trasladado a un sanatorio para tuberculosos.
Pero el biógrafo se detiene, entre otras cosas, en la presunta precariedad de la situación económica de Hernández. No fue tal, advierte: Hernández era capaz de mentir “con apabullante desfachatez sobre su situación material” a fin de construir una imagen tan conmovedora como propicia para la previsible acuñación del mito personal; es decir, agrega, que lo que Hernández trató de cultivar fue lo que hoy se denominaría un look propagandístico. El lector familiarizado con los datos biográficos del poeta podría sorprenderse: al fin y al cabo, puede pensar, se ha probado hasta el hartazgo que Hernández era pastor de cabras. Pero Martín investiga a fondo, cala hasta el hueso y revela la impostura: sí, pastor de cabras, pero de las cabras de su padre. Aun aceptando como insospechable el descubrimiento de Martín, cabría aclarar que este dato no convierte a Hernández en un capitalista salvaje o –dispénsese en este punto la utilización de una jerga setentista– un chancho burgués: en una aldea española de principios del siglo XX (que no otra cosa era Orihuela, tierra natal de Hernández) o en cualquier otra aldea de similares características, ser propietario de una veintena de cabras no aseguraba, necesariamente, un porvenir venturoso para el poseedor y sus generaciones futuras.
Martín pone el acento en un rasgo que resulta, cuanto menos, sorprendente, en especial porque no queda claro si lo censura con cierta acritud o meramente lo enuncia: Hernández no sólo era un hombre apasionado, sino que estaba dotado de una sensibilidad “erótica muy intensa”. Intuye con acierto el saber popular cuando declara que “lo que abunda, no daña”. Pero puntualmente en el aspecto que señala Martín, nunca más sensato aquello de que más vale que sobre y no que falte. Parecería injusto imputarle a Hernández una sensibilidad “erótica muy intensa”.
Pero precisamente a causa de la bendita sensibilidad erótica, se abre cauce en la biografía una figura que termina por ser blanco privilegiado de los dardos del biógrafo: Josefina Manresa, la esposa del poeta. A estar por la poesía de Hernández, a la que algún crédito habría que darle, Josefina Manresa es aquella que le inspira algunos de los poemas de amor más conmovedores de la lírica castellana: desde “Te me mueres de casta y de sencilla” hasta “Canción del esposo soldado” pasando por “Hijo de la luz y de la sombra”. A estar por Eutimio Martín, más le hubiera valido a Hernández un celibato a cal y canto que la unión con Josefina. Dios sabrá qué documentación habrá manejado el biógrafo para indicar sin ambages ni sombra de duda que Josefina, “víctima de una educación religiosa”, jamás estuvo a la altura de la intensa sensibilidad erótica del poeta. Como para terminar de convertirla en la Jantipa de Sócrates, Martín añade que nunca fue a visitarlo en la cárcel, salvo cuando Hernández estaba en Orihuela. Valdría la pena situar el texto en contexto: entre 1939 y 1941, Hernández pasa por las prisiones de Huelva, Sevilla, Madrid, Palencia, Ocaña y Alicante, donde muere en 1942, a la edad de treinta y un años. Por esas fechas, el segundo hijo de Manresa y Hernández (el primero había muerto prematuramente) contaba con dos años, un padre en la cárcel y una madre en absoluta soledad; ¿se le podía pedir a Manresa, en tales circunstancias, que se trasladara por media España siguiendo el itinerario de su marido y con un bebé en brazos?
El imperativo de un biógrafo es investigar, pero también y fundamentalmente la biografía es un ejercicio de honda comprensión humana: del biografiado, de su entorno y de sus circunstancias.

Un artista mayor

Resulta esencial no perder de vista que Hernández no es memorable por su más o menos intensa pulsión libidinal, por el número de cabras que tenía y ni siquiera por haberse constituido en un símbolo de la resistencia republicana durante la Guerra Civil Española, sino por ser, lisa y llanamente, uno de los más grandes poetas del siglo XX en lengua castellana.
Perito en lunas (1933), Imagen de tu huella y El silbo vulnerado (ambos de 1934) muestran a un Hernández de una notable ductilidad para la rima y la metáfora, pero también notoriamente influido por el neogongorismo y las resonancias cultistas, de las que se irá desprendiendo a medida que encuentre su estilo, vale decir, su modo de respirar (que no otra cosa es el estilo: la respiración personal e intransferible de un escritor). Con todo, en esos tres primeros libros no se pueden obviar dos temas que serán relevantes en su obra posterior: el tratamiento del amor sensual (plano en el que Hernández halla una perfecta y rara confluencia de dos tonos: virilidad y ternura) y un misticismo cuyo carácter y desarrollo lo emparienta íntimamente con lo sagrado (concepto que se distingue con claridad de lo religioso: Hernández se aboca a un panteísmo elevado al terreno de la sacralidad y expurgado de capillas y artículos de fe).
El rayo que no cesa (1935), donde incluye la demoledora “Elegía” dedicada a su amigo Ramón Sijé, supone para el poeta el reconocimiento unánime de sus pares, y hasta Ortega y Gasset, el meridiano por donde pasa la cultura española de la época, le solicita colaboraciones para Revista de Occidente. En El rayo que no cesa ya hay un Hernández de un equilibrio estilístico notable en cuya poesía se plasma el maridaje entre aliento lírico y reflexión intelectual, tal y como ocurre en la obra de uno de sus poetas más admirados, Jorge Guillén.
En Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1939) y Cancionero y romancero de ausencias (1941) ya se constituye el Hernández militante y poeta, nocturno y luminoso, que dejaría escritos de una vez y para siempre un puñado de poemas que se niegan tenazmente al olvido: “Vientos del pueblo me llevan”, “Aceituneros”, “El hambre”, “Menos tu vientre” o “El niño yuntero”, entre otros.
Hernández, como queda dicho, muere en 1942; hicieron falta treinta años para que gran parte del mundo hispano supiera que había vivido. En 1972, Serrat musicaliza y difunde diez poemas de Miguel Hernández y lo sitúa en el centro de la atención popular. Más allá de la bizantina discusión acerca de la legitimidad de musicalizar un poema, resulta imposible dejar de reconocer el indiscutible acierto del cantautor catalán al popularizar a Hernández, resucitar su lírica y alcanzar el fin más alto que se pueda desear: que la poesía se convierta en pan cotidiano. Con motivo del centenario del nacimiento de Hernández, Serrat ha editado en estos días otro trabajo con los poemas de Hernández, Hijo de la luz y de la sombra. El poema que da título al disco y “Canción del esposo soldado”, por mencionar sólo dos, son soberbias versiones musicales. Por fortuna, nuevamente Serrat le ha hecho justicia a Hernández; justicia poética.

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*Escritor y crítico literario. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.