Luego de una cena con sopa de pescado, chuletón con ensalada, mamiya que en castellano se dice cuajada y café, copa y puro que en Euskadi se dice café completo, Joaquín y Pepe, durmieron como obispos o como cerdos o como reyes. A los atiborrados animales mamíferos no les importan las palabras. Porque por la mañana, nada más despertarse, todos, sin haber puesto el pie en el suelo, si duermen en la cama y si no es igual, se desperezan, estiran brazos o patas y se acarician la barriga con amoroso agradecimiento. El día se abre sonriente a los seres que han sabido extraer el jugo de los buenos y abundantes alimentos. Lo que menos esperaban ver Pepe y Joaquín, que el orden le es indiferente al caso que vamos a narrar brevemente, es la tristeza a la entrada de la aurora. Pero el dolor, fuera de una barriga bien alimentada, existe acompañada de angustia y llanto.
A veces ese sufrimiento es heredado y las lágrimas se presentan empujadas por el más leve acicate. Aquella mañana, después del abundante ágape regado generosamente por vinos y licores, cuando ambos amigos y compañeros de trabajo entraron en la cocina para tomarse el desayuno encontraron a la dueña del piso, donde estaban a pensión, llorando. Un llanto amargo. Y los azulejosde la cocina parecían reflejar esa amargura.
-¿Qué le pasa señora Hortensia? ¿No habrá sido otra vez su hijo?
El hijo la traía a veces a mal traer y habían tenido que salir en su defensa; y es que era muy buena con ellos y los trataba como si fueran sus hijos.
-Nada, hijos, cosas mías. La culpa en este caso no la ha tenido mi hijo. La culpa la tienen este trozo de pan y este cacho de queso.
Se quedaron sorprendidos por tan extraña respuesta. La señora Hortensia era una mujer pequeña, menuda, cara redondo con profundas arrugas, unos ojos negros hermosos como negros eran los vestidos con se cubría. Había emigrado desde Extremadura al País Vasco ya hacía quice años con su único hijo producto de su unión o casamiento con un mozo extremeño:
-El más guapo de La Serena, decía ella. -Fue el único 'alfabeto' del pueblo del que no recuerdo el nombre, -contaba otro emigrante extremeño.
Y añadía:
-Yo me alegro de no ser 'alfabeto' porque a todos ellos los mataron los franquistas.
Efectivamente, el marido de la señora Hortensia fue uno de los pocos jornaleros de su pueblo que sabía leer y escribir. Cuando se sublevaron los militares facciosos en 1936 encabezó el comité que se formó para defender la República. Y, más tardé, se alistó en el ejército del Gobierno de la República con tan mala suerte que en el primer frente de guerra murió. Esto les estaba contando, una vez más, a Joaquín y a Pepe. Lo hacía con tanta viveza, los ojos hunedecidos por el llanto, que ellos estaban prendidos de sus palabras. Se maravillaban de su elocuencia porque sabían que, como la mayoría de las de su pueblo, les había dicho en numerosas ocasiones, era analfabeta. Lo mismo que se asombraban cuando les recitaba romances de una extensión considerable.
-Mi pueblo fue muy disputado.
La señora Hortensia les narraba los avatares que tuvo que sufrir con su familia. Iban paralelos al curso de la guerra: si el pueblo lo tomaban los enemigos de la República le quitaban todo, hasta la echaban de casa teniendo que vivir de la ayuda de los vecinos; si el pueblo volvía a estar en poder de la legalidad republicana la volvían a colocar en su casa con todas sus pertenencias; e incluso la homenajeaban desde el balcón del Ayuntamiento como la mujer de un héroe muerto en combate.
-Con el triunfo de los militares 'fachistas' me quedé sin nada. Viví muy malamente en una choza junto a mi padre. Él se fue haciendo viejo, es ley de vida, y ya los terratenientes no le daban trabajo. Pasaba hambre. Pasábamos hambre...
Su voz se quebró en un solllozo.
-Mi padre murió pidiendo pan. Murió de hambre. Parece que lo estoy viendo...
Miró a la mesa y tocó el trozo de pan y el cacho de queso...
-Comprendan ustedes, hijos. He visto esta mañana que habían dejado estos trozos que les había dejado para cenar... Y he pensado en mi padre. No lo he podido remediar.
Se marcharon un tanto cabizbajos al trabajo. Comprendieron su dolor. Entendieron su mundo... que no era el de ellos... ¿O si?... Como se ve, después de una cena con sopa de pescado, chuletón a la brasa, ensalada, mamiya que es como se dice en euskera cuajada y café completo que en realidad es café, copa y puro... puede ocurrir cualquier cosa.
A veces ese sufrimiento es heredado y las lágrimas se presentan empujadas por el más leve acicate. Aquella mañana, después del abundante ágape regado generosamente por vinos y licores, cuando ambos amigos y compañeros de trabajo entraron en la cocina para tomarse el desayuno encontraron a la dueña del piso, donde estaban a pensión, llorando. Un llanto amargo. Y los azulejosde la cocina parecían reflejar esa amargura.
-¿Qué le pasa señora Hortensia? ¿No habrá sido otra vez su hijo?
El hijo la traía a veces a mal traer y habían tenido que salir en su defensa; y es que era muy buena con ellos y los trataba como si fueran sus hijos.
-Nada, hijos, cosas mías. La culpa en este caso no la ha tenido mi hijo. La culpa la tienen este trozo de pan y este cacho de queso.
Se quedaron sorprendidos por tan extraña respuesta. La señora Hortensia era una mujer pequeña, menuda, cara redondo con profundas arrugas, unos ojos negros hermosos como negros eran los vestidos con se cubría. Había emigrado desde Extremadura al País Vasco ya hacía quice años con su único hijo producto de su unión o casamiento con un mozo extremeño:
-El más guapo de La Serena, decía ella. -Fue el único 'alfabeto' del pueblo del que no recuerdo el nombre, -contaba otro emigrante extremeño.
Y añadía:
-Yo me alegro de no ser 'alfabeto' porque a todos ellos los mataron los franquistas.
Efectivamente, el marido de la señora Hortensia fue uno de los pocos jornaleros de su pueblo que sabía leer y escribir. Cuando se sublevaron los militares facciosos en 1936 encabezó el comité que se formó para defender la República. Y, más tardé, se alistó en el ejército del Gobierno de la República con tan mala suerte que en el primer frente de guerra murió. Esto les estaba contando, una vez más, a Joaquín y a Pepe. Lo hacía con tanta viveza, los ojos hunedecidos por el llanto, que ellos estaban prendidos de sus palabras. Se maravillaban de su elocuencia porque sabían que, como la mayoría de las de su pueblo, les había dicho en numerosas ocasiones, era analfabeta. Lo mismo que se asombraban cuando les recitaba romances de una extensión considerable.
-Mi pueblo fue muy disputado.
La señora Hortensia les narraba los avatares que tuvo que sufrir con su familia. Iban paralelos al curso de la guerra: si el pueblo lo tomaban los enemigos de la República le quitaban todo, hasta la echaban de casa teniendo que vivir de la ayuda de los vecinos; si el pueblo volvía a estar en poder de la legalidad republicana la volvían a colocar en su casa con todas sus pertenencias; e incluso la homenajeaban desde el balcón del Ayuntamiento como la mujer de un héroe muerto en combate.
-Con el triunfo de los militares 'fachistas' me quedé sin nada. Viví muy malamente en una choza junto a mi padre. Él se fue haciendo viejo, es ley de vida, y ya los terratenientes no le daban trabajo. Pasaba hambre. Pasábamos hambre...
Su voz se quebró en un solllozo.
-Mi padre murió pidiendo pan. Murió de hambre. Parece que lo estoy viendo...
Miró a la mesa y tocó el trozo de pan y el cacho de queso...
-Comprendan ustedes, hijos. He visto esta mañana que habían dejado estos trozos que les había dejado para cenar... Y he pensado en mi padre. No lo he podido remediar.
Se marcharon un tanto cabizbajos al trabajo. Comprendieron su dolor. Entendieron su mundo... que no era el de ellos... ¿O si?... Como se ve, después de una cena con sopa de pescado, chuletón a la brasa, ensalada, mamiya que es como se dice en euskera cuajada y café completo que en realidad es café, copa y puro... puede ocurrir cualquier cosa.