De regreso del paseo, venía con el bastón al hombro. Cuesta abajo no lo necesitaba. Costaba menos el andar. El aire, a pesar de estar en verano, fresco. La vuelta a casa, placentera. Un tractor de color verde rugía por un camino que, al fondo, perpendicular a su ruta, se desviada a la izquierda. Detrás rodaba, sin adelantarlo, una furgoneta. Pensó que tal vez fueran padre e hijo. Una deducción sin la menor base, nacida solo del hecho, cierto, de que el conductor del tractor era joven y el de la furgoneta viejo y de cara arrugada y como surcada de profundas grietas. Irían, siguió sacando conclusiones, a segar un prado cuyo verdor llegaba desde una falda que se veía justo en la dirección por donde habían desaparecido ambos vehículos.
-Y... a mi qué me importa -susurró.
Torció también a la izquierda por un sendero que se le abrió casi de repente. Matas de piornos amarilleaban acá y allá. Una avecilla de color gris y blanco se movía grácil, airosa, cuasi etérea, como a impulsos repentinos. Dejaba, la muy cuca, que se le acercara y cuando se paraba para observarla mejor emprendía el vuelo.
La que vio también, en un estado lamentable, seca, arrugada, agrietada... fue a la de siempre, a quien, otras veces, en sus paseos, encontrara tersa, brillantemente ansiada... No es que le sorprendiera, no; el paso del tiempo hace estragos. No había más que ver al hombre de la furgoneta... Y, sin ir tan lejos, a él mismo.
Pero le extrañó un cambio tan repentino. Porque no hacía mucho la veía, desde arriba del camino, primaveralmente juvenil, brillantemente espléndida, anhelada... Tenía que reconocer que la marcha del tiempo adquiere, a veces, velocidades endiabladas difíciles de seguir... y cuando uno advierte algo... ya no hay vuelta atrás.
Lo decía acordándose, hace apenas pocas décadas, camino hacía Galicia, que las veía con esa misma esplendidez, juventud, lozanía... Y, a buen seguro, como él, que andaba haciendo autestop por la carretera, joven, espléndido, 'audaz, cosmopolita, con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo y una sed de ilusiones infinitas', dicho sea con palabras de Rubén Darío...
Como así mismo lo era aquella pareja con la que se cruzó en la carretera: les hizo la señal para que lo llevaran; pero el macho, que conducía el coche, simpático, sonriente, irónico, le señaló con el dedo a la moza que iba sentada al lado, desnuda... luego, hizo una mueca como diciendo:
-Lo siento, pero... es mía esta espléndida desnudez, solo mía.
Siguió caminando a pie carretera adelante, ¡qué remedio! Mas al poco un catalán, el señor Bruguera (no olvidó nunca su nombre) que conducía un alfa romeo al que acompañaban su mujer e hija (igualmente espléndida, joven, lozana...) paró y lo recogió. Unos kilómetros más adelante vio el coche de la pareja a orillas de la vía, abiertas las puertas y ellos, ¡qué vacaciones se estaban pasando!, bañándose en una poza.
Muchas veces cuando, desde lo alto del camino, de vuelta a casa, la veía, rodeada de matas de piornos, brillar, espléndida, tersa, lozana... le entraban unos deseos de zambullirse en ella, de sentirse rodeado por ella, hundirse en su seno, acariciarla... porque se la imaginaba como aquellas que viera antaño, camino de Galicia...
Y ahora se le aparece ahí, arrugada, agrietada, seca... marcada por pisadas de animales, cagada...
Él que pensaba darse un baño, como aquella pareja camino de Galicia...
-¡Que cosas!... Menos mal que el camino de vuelta es cuesta abajo.