miércoles, 14 de marzo de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Siguiendo a Omar Khayyam



El sol en su cetro, y en su centro. Y la mar, en calma chicha. Y no necesita ella remos para sacar chispitas. Le basta con el sol y el suave movimiento de las olas.
Hoy va a contemplar a la madre; a esa vieja madre, con sus largos años a la espalda; la madre pobre, humilde, antigua y señorial, rejuveneciéndose solo con la esperanza de que llegue, pronto y bien, de allende los mares.
Remos lentos y melodiosos, goteando estrellas fugitivas, avanzan al encuentro de la nave. Espera ver pronto su semblante -que siempre era risueño- en medio de la charla y la floración de los pañuelos.
Y, por lo demás, solo pide ese instante de dicha, ese instante de calma, para su sufrimiento. Sufrimiento, quizás, absolutamente libre de esperanzas.
Pero hoy brilla rojo, generosamente rojo, el sol. El sol rojo del Irán de Omar Khayyam.
La esperanza enrojece también generosamente. La esperanza siempre enrojece... hasta el último momento. Por lo que espera verla pronto aparecer, floreciendo entre la muchedumbre de sonrisas y pañuelos, para darle un fuerte abrazo y desgastarla a besos.
Remos lentos y melodiosos, generando estrellas rutilantes en huida perpetua, avanzan a su encuentro.
Asoma en lo alto de la cubierta.
La bajan del barco. Lentamente. Con muchísimo cuidado.
Todos la ven: confirmada su hermosura.
Reafirmada la belleza de su cara oscura... pura... pálida...
Y helada... tras el cristal del ataúd.

Omar Khayyam, que ha acudido al entierro de la dama, reflexiona:

--La vida, definitivamente, es como un tablero de ajedrez, donde el Hado, quien, como todo el muno sabe, es siempre imprevisible, nos mueve cual simples peones, dándonos mates y más mates, por lo general, con penas.

--Pero es que, además, para más inri, en cuanto da por terminado el juego, nos saca de un puntapie, sin mas contemplaciones, del tablero de la vida; arrojándonos, a todos, sin excepción alguna, al cajón, al cofre, al baúl... de la Nada.

Omar se refugió, después del entierro, en la biblioteca de su palacio, otra vez a vueltas con el significado de la vida.

José Mª Amigo Zamorano: Siguiendo a Omar Khayyam 12




12.
Salen en fila india tiesos, serios, circunspectos, pagados de sí mismos y de su saber. Un poco engreidos y un si es no es... cansados, eso si, de no hacer nada, sino de discutir acerca del sexo de los ángeles...

¡Bueno, qué exageración por mi parte! también discuten, de guinda a brevas, de alguna que otra cosa importante.
Se sientan en la taberna. Apenas hablan. Les sirven vino blanco. Lo prueban a sorbitos cortos. Se miran. Intercambian algunas palabras. El vino es bueno y lo reconocen. Llegan, luego, numerosos platillos con diversas tapas. Que comen con aparente desgana... al principio. El vino se agota. Uno de ellos grita: ¡¡Más vino!! Y se ríen.
La conversación se anima. Las voces se elevan.

Omar Khayyam suscita la discusión sobre los astros. Los sabios, -los ha contado, son sesenta y dos- discuten, se acaloran, se contradicen, ora negro, ora blanco... ¡Qué paridas defienden!

Khayyam piensa para sí:

--¡Ay, Vino, Vino! ¡Ardoa de los Vascuences! Tu logras siempre, pero siempre, que se enreden, que se líen, que se embrollen, con fervorosa y encarnizada lógica palabrería... ¡quién lo iba a decir hace un momento con lo finos, serios y fríos que érais o sois!... los setenta y dos sabios... que sin cesar discuten en las academias... academias que un poeta calificó de "horribles blasfemias"...

--¡Ay, Vino, Blanco o Tinto! ¡Ardoa Beltza o Txuri de los Vascos! eres el alquimista, el mago, el taumaturgo, que trasmutas en anhelante oro el pesado plomo de nuestras cotidianas, grises y, muchas veces, amargas existencias.

José Mª Amigo Zamorano: Siguiendo a Omar Khayyam 11


11.
Del taller de un platero, sale, maldiciendo y llorando, un hombre: maldiciendo al dueño que lo ha dejado sin trabajo; y llorando por su mujer y por sus hijos a los que no podrá alimentar hasta que no encuentre un nuevo trabajo; eso si lo encuentra, que están los tiempos difíciles. Cae de rodillas llorando, con lágrimas tan conmovedoras o más que las del llanto ancestral de un chiíta, e implorando a los cielos.

Omar Khayyam que por acaso pasaba por allí, y sin ninguna consideración (muy propio de su mal carácter) al lamento del trabajador; a ese llanto, para Khayyam estéril, le dijo:


--A esa bóveda estrellada, azulada e inmensa, a la que llamamos firmamento o cielo, bajo la cual vivimos y morimos los hombres y las mujeres, no intentes levantar tus ojos, llorosos e implorantes.

¿Para qué vas a hacer ese mínimo esfuerzo muscular?...

No lo dudes, pero ni por un momento, que ella gira y gira impotente (la impotencia es similar a la tuya y a la mía) por todo el universo.


De giros y de impotencias piensan y discuten, a veces, los sesenta y un sabios. Pero a ellos les sobra el tiempo y no tienen que trabajar para ganar el sustento diario como el pobre platero.