3) lía
Se alejó, fija la mirada en el suelo, arropado o desguarnecido, según como se mire, por la luz de esa hora entre dos luces; esa hora era su hora; gustanle las horas y tiempos ambiguos, turbios, oscuros; momentos y ambientes en que parece el universo realmente ilusorio, engañoso por demás; así, por ejemplo, le cautivaba el otoño cuando el brumazón, la boira, coloca una mascarilla grisácea a los seres y a las cosas: cendal que se cierne, se abalanza, cubre campos y metrópolis y, hasta lo mas sólido, lo mas compacto, lo duro, se convierte en delicado.
Movía los labios sin que se hicieran audibles las palabras que emitía impedidas por el golpeteo continuado de la fragua en su molondra. Cuando este se para, repite: "no soy como él, no soy como él, no soy como él", como por inercia siguiendo el ritmo de los pasos indecisos, vacilantes. A ratos levantaba la vista y miraba receloso - no hay nadie, puertas atrancadas, postigos cerrados, silencio, mucho silencio- unos momentos para volver a mirarse las entrañas que adornaba de amargura por haberse visto sin atributos: venía desde la eternidad a compartir una corona de espinas -una corona inútil- rematado su trajín de vida.
Proponía un pulso interior e inmediatamente temía a una mano y a un brazo, hasta cierto punto, mágicos; algo así como taumatúrgicos herreros africanos, ibos o bobos; y es que, como se aprecia, era él, el mejor expedidor de incertidumbres: recogía internamente moluscos selváticos, dientes de cocodrilo machacados, veneno de alacranes, y, en frondas rojas, ponía amapolas atolondradas por ensueños para terminar depositando una torre de canela en evacuatorio cimero: "no soy como él, no soy como él, no soy como el Neme", repite acompañando los martillazos que lo acobardaban y enloquecían; al tiempo que, apretándose las sienes con las manos, lloraba.
Movía los labios sin que se hicieran audibles las palabras que emitía impedidas por el golpeteo continuado de la fragua en su molondra. Cuando este se para, repite: "no soy como él, no soy como él, no soy como él", como por inercia siguiendo el ritmo de los pasos indecisos, vacilantes. A ratos levantaba la vista y miraba receloso - no hay nadie, puertas atrancadas, postigos cerrados, silencio, mucho silencio- unos momentos para volver a mirarse las entrañas que adornaba de amargura por haberse visto sin atributos: venía desde la eternidad a compartir una corona de espinas -una corona inútil- rematado su trajín de vida.
Proponía un pulso interior e inmediatamente temía a una mano y a un brazo, hasta cierto punto, mágicos; algo así como taumatúrgicos herreros africanos, ibos o bobos; y es que, como se aprecia, era él, el mejor expedidor de incertidumbres: recogía internamente moluscos selváticos, dientes de cocodrilo machacados, veneno de alacranes, y, en frondas rojas, ponía amapolas atolondradas por ensueños para terminar depositando una torre de canela en evacuatorio cimero: "no soy como él, no soy como él, no soy como el Neme", repite acompañando los martillazos que lo acobardaban y enloquecían; al tiempo que, apretándose las sienes con las manos, lloraba.