lunes, 21 de abril de 2008

José María Amigo Zamorano: 'Contemplando los nenúfares'

Ante un estanque, sentado en un poyo, recoge emociones quebradas, rotas. En derredor el sol ilumina las cosas, los seres: niños que juegan en la hierba, pájaros cantados en las ramas de los árboles, senderos donde se pierde la gente paseando... Todo alegría, movimiento.


Solo él permanece, como los nenúfares del agua, quieto. Esperando que uno de ellos, uno cualquiera, lo llame para sumergirse en el agua. Está seguro de que, si recibiera ese mensaje, acudiría presto. Desde pequeño se ha sentido atraído por el agua. Y del mundo submarino más. Cuando, en el verano, entre mediodía, todo el mundo se acostaba la siesta, él se iba a aquella poza, que sombreaban los álamos y chopos, y se zambullía en el agua nadando entre juncos y espadañas.

-¡Qué gozo, que deleite! El silencio acunaba mi baño.

Los nenúfares lo contemplan desde el estanque. Todos blancos. Inmóviles. Mirándolo fijamente.

Él se deja mirar. Se sabe contemplado.

De pronto, un pez rojo asoma cerca de uno de ellos. Lo mueve. Lo empuja. Se queja. Le ha hecho daño y siente en carne propia su dolor. Sabe que le está pidiendo socorro. Lo está haciendo a gritos. Esto requiere una venganza ante tal acto de agresión.

-Los nenúfares no molestaban al pez -piensa-. Fue éste quien vino a interrumpir la placidez de la comunidad de flores. No hay derecho.

Tendría que tomar cartas en el asunto. Comprometerse. La neutralidad del espectador no sirve cuando está en peligro la libertad de contemplación. Y esa, había sido herida por ese pez, feo para más señas. Había que darle un escarmiento.

Lo decía, quizás, por lo que había sucedido, hacía poco tiempo, en un bar:

-Estaba escuchando 'El lago de los cisnes' Tiene que explicarse porque sino no se entiendo.

-Bueno... en realidad nada del otro mundo... un estúpido que irrumpió cuando escuchaba esa música deliciosa. Vociferaba no sé qué de huelga... ¡estúpido!... No pude contenerme y le estampé una silla en la cabeza... allí quedó sangrando... tenía que haber hecho lo mismo con el dueño del bar... se puso a gritar como un energúmeno, pero... ¡bah!... no valía la pena y me fui. Con voces, la música...

De modo que abandonó el establecimiento. En la calle miró a una parte y a otra. En una, estaba su casa, su madre. Además, al fondo, se veía mucha gente que corría y policías disparaban y silbaban con sus escandalosos pitos.

-¡Imbéciles!, se dijo.

No aguantaba el ruido. Por lo que se fue en dirección contraria. Hacía el parque que a lo lejos dejaba ver ya una masa de vegetación. Poco a poco desaparecía el bullicio, el griterío, los silbatos, los tiros. Las arboledas amortiguaban los sonidos de la gran ciudad. Pero necesitó adentrarse más, hasta el estanque donde se sentó a contemplar su queridos nenúfares.

Allí solo se oían las voces de los niños como un murmullo. Como el murmullo del agua de la fuente. Nada parecido a los cláxones de los coches, los gritos del dueño del bar, las sirenas de las ambulancias, las voces de su madre recriminándole por cualquier cosa...

Solo de pensar en las voces de su madre, se echó mano a los oídos y a la nuca. Le hacían daño aun las palabras de su madre, esas que pronuncia al cerrar la puerta para irse a la calle:

-¡Que no, que no, y que no! ¡Te digo que no salgas! ¡Ni se te ocurra salir a la calle!

Aquí se sonrió, quitó las manos de los oídos, de la sien y cruzó los brazos sobre el pecho. Recordaba, cómo abrió el armario y se puso el primer traje que encontró. Con corbata y todo. También recuerda que, cuando doblaba la esquina en dirección del bar, creyó oír los gritos de su madre. Pero no hizo caso. Estaba loca. De remate. Trastornada.

Ahora, aquí, si, por fin, había hallado la paz, la felicidad, el gozo, el deleite, la quietud frente al estanque, un verdadero lago de cisnes y de nenúfares, un paraíso, un oasis de tranquilidad... Llegado a este punto se intranquilizó, se puso muy nervioso, porque recordó lo que acababa de hacerle ese feo pez rojo a uno de sus nenúfares. Y por consiguiente, su promesa de venganza por la agresión sufrida al nenúfar, que es como si se la hicieran a él.

-Ha venido a trastocar esta felicidad... ¡Ni hablar! ¡Maldito seas, rojo pez! ¡Me las vas a pagar!

Y, levantándose de repente, se dirigió al primer árbol que tenía a mano y desgajando una rama comenzó a atizar el agua furioso dando voces como un poseso. La gente lo miraba extrañada y con algo de miedo porque la cara se le había puesto rojísima.

Hubiera seguido así largo tiempo hasta vaciar el agua del estanque, pero, afortunadamente, al fondo venía su madre ya acompañado de dos loqueros.