viernes, 24 de septiembre de 2010

Él estaba allí - 1

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Así, en un primer momento, no lo vio. Pero estaba allí. Él. Que en el tiempo de nuestra juventud más joven siempre estuvo presente. Y si no notó su presencia lo atribuyó al olvido. Ese olvido ‘oxidado que todo lo entierra’, como escribiera el poeta chileno. Olvido que lo hiciera reflexionar a fondo y sacar al teatro de su memoria aquel episodio reciente con los objetos, personas y personajes. E incluso con el paisaje. Es decir todo, o casi todo, lo que rodeó el acontecimiento. Podrá parecer enumeración reiterativa, en ocasiones cansina, pero el que escribe esto está convencido de que es necesaria para la cabal comprensión del relato.

Tiene que reconocer, y lo reconoce, que derivó su pensamiento, y en algo tenía razón, acerca de las razones por las que no había percibido la presencia del personaje en aquella casa, al cansancio de tantas horas de viaje y a la timidez que le invade y paraliza cuando entra en casa ajena. Aunque sea de unos amigos o camaradas, como en este caso.

Porque, veamos: había ido con su esposa al norte de las españas con el fin de que, el agasajo que se le hacía a un familiar de su mujer, concretamente su hermana, tuviera la resonancia precisa para hacerle olvidar definitivamente la grave enfermedad que había pasado y, de paso, conseguir que el ágape o comida, que los concitaba, fuera un recordatorio de varias décadas de matrimonio de ese familiar, felizmente recuperado o resucitado.

Se alojaron en la casa del hermano de su esposa; es decir: de su cuñado camarada, porque lo era. O eso creía él.

Cuando entró en ella no se apercibió de que, el personaje ya mentado, estaba allí. 

Y es que pocas cosas guardó su cerebro de ese instante. Pocas. Pero dignas de no ser dejadas de lado; por ejemplo: la moqueta del suelo, un tanto oscura, con dibujos de color marrón o morado o rojo (en esto no sabría asegurar cual de ellos era); las puertas de entrada al salón cuyos cristales vestían motivos chinos o japoneses (el que pone estas palabras no sabes diferenciar a los unos de los otros); el sofá del salón y la ventana del fondo que parecía querer enseñar a los visitantes el hermoso paisaje, o deseaba que el paisaje se adueñara de la casa, o tal vez anhelara incorporarlo a la casa como un cuadro más; paisaje donde destacaba, brillando en la noche, iluminada por las luces de las farolas y otras luminarias,  la espadaña o cresta blanca de una planta que, dicho sea de paso, estaba invadiendo todos los rincones de esa tierra siempre verde; a la izquierda del hall de entrada un taquillón sostenía un reloj dorado, nada pequeño, de formas barrocas, vigilado a ambos lados por un candelabro con velas rojas; reloj que, aunque no quería contar el paso del tiempo y se había parado, daba igual, porque, por encima de él, un espejo, también testigo o notario del transcurrir detiempo, le devolvió a la realidad de su rostro, cada vez más viejo, luciendo un bigote cubierto ya por las nieves del otoño.

Los dueños de la casa (uno de ellos ya citado de pasada) eran: el hermano de su mujer y su esposa, antaño amiga de su mujer.

(seguirá)

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