Enero 11, 2011 por PCE (m-l)
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La crisis económica que comenzó en 1929, conocida como la Gran Depresión, fue la más devastadora de cuantas había experimentado hasta ese momento la economía capitalista. Se inició en Estados Unidos con el desplome de las acciones de la Bolsa de Nueva York, pero rápidamente se extendió por todas las ramas de la economía. La producción industrial se derrumbó y el paro alcanzó la cifra de 16 millones de desempleados en 1933. La contracción del consumo hundió los precios agrícolas y llevó a la ruina a cientos de miles pequeños agricultores, el comercio se redujo drásticamente y el sistema bancario quedó desorganizado. El papel central que jugaba Estados Unidos en la economía mundial hizo que la crisis se extendiera con celeridad a Europa y al resto del mundo. Entre 1929 y 1933 el capitalismo entró en una situación de crisis y marasmo económico sin precedentes. La catástrofe social afectó a los obreros fabriles, agricultores, pequeños comerciantes y clases medias. Sólo la Unión Soviética, con su economía planificada, quedó al margen de la depresión. Embarcada en las tareas del Primer Plan Quinquenal, la URSS se industrializaba a marchas aceleradas, alcanzaba el pleno empleo y realizaba inmensos progresos culturales y científicos. No es de extrañar que se convirtiera en un referente para los obreros y campesinos del resto del mundo, hundidos en el desempleo, la miseria y el hambre.
La crisis económica agudizó la lucha de clases y los conflictos sociales se intensificaron en todos los países. El ascenso del movimiento obrero, la creciente influencia de los comunistas y la atracción que ejercía la Rusia soviética en las masas populares llevaron a la burguesía a un replanteamiento profundo sobre el sistema político. Puesto que la democracia parlamentaria no podía contener las aspiraciones de los trabajadores, era necesaria otra forma de dominación que destruyera completamente las organizaciones obreras e impidiese su existencia legal, a la vez que encuadraba y controlaba férreamente a los trabajadores. Esa forma de dominación fue el fascismo.
Con su desbordada demagogia, mezcla de consignas anticapitalistas y anticomunistas, su nacionalismo exacerbado, su antisemitismo y su retórica pseudorrevolucionaria, los movimientos fascistas, que habían aparecido al finalizar la Primera Guerra Mundial, aumentaron su influencia entre la pequeña burguesía y las clases medias, aterrorizadas por la crisis, la perdida de estatus social y el temor a la revolución socialista. La generosa financiación de las organizaciones patronales permitió que los grupúsculos fascistas fundados entre 1919 y 1920 se convirtieran en poderosos partidos de masas que contaban con el apoyo de una buena parte del aparato del Estado.
El 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller de Alemania y en seis meses implantó en el país la dictadura nacionalsocialista. Todos los partidos fueron prohibidos, las organizaciones sindicales destruidas y miles de socialistas y comunistas fueron detenidos, torturados y encerrados en campos de concentración. En el país de Marx y Engels, que contaba con un poderosísimo partido comunista (KPD), se había impuesto la barbarie nazi, y en buena medida el triunfo de Hitler se debió a la profunda división del movimiento obrero. Ante al enemigo común, socialistas y comunistas estuvieron divididos y enfrentados. Las traiciones de la socialdemocracia, su negativa a enfrentarse al fascismo de forma consecuente y su oportunismo y colaboración con la burguesía contribuyeron de forma decisiva a la victoria del fascismo alemán, pero también era evidente que los comunistas debían reflexionar sobre la táctica que la Internacional Comunista (IC) había marcado en su VI Congreso, identificando fascismo y socialdemocracia.
Los acontecimientos de Alemania dieron una señal de alarma inequívoca: o la clase obrera se unía en un frente único o el fascismo terminaría apoderándose de Europa. La Internacional Comunista no tardó en reaccionar y lanzó el 5 de marzo de 1933 un llamamiento a los obreros de todos los países en el que se formulaba un programa concreto de lucha antifascista basado en la unidad de acción con los partidos socialdemócratas. El acercamiento de socialistas y comunistas se hacia cada vez más patente en todos los países, pero fue en Francia donde por primera vez se concretó esa unidad. En febrero de 1934 socialistas y comunistas salieron juntos a las calles de París a combatir el intento de las bandas fascistas de tomar el poder y el 27 de julio del mismo año ambos partidos firmaron un pacto de unidad frente al fascismo. El frente único de socialistas (SFIO) y comunistas (PCF) fue un referente para los trabajadores europeos. La lucha de los obreros austriacos y españoles en 1934 constituyó también un hito importante en la unidad antifascista.
La nueva orientación política del movimiento comunista internacional se concretó definitivamente en el VII Congreso de la Internacional Comunista. El Congreso se inició en la Casa de los Sindicatos de Moscú el 25 de julio de 1935 y concluyó el 20 de agosto. Los 513 delegados representaban a 65 partidos comunistas y varias organizaciones afines. Había entre ellos figuras tan destacadas del movimiento comunista y obrero internacional como José Díaz, Dolores Ibárruri, Bela Kun, Ho Chi Ming, Thorez, Togliatti, Dimitrov, W. Pieck, W. Ulbricht, W. Foster y Manuilski, entre otros.
El orden del día del VII Congreso de la IC constaba de los siguientes puntos: 1. Informe sobre la actividad del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista (W. Pieck); 2) Informe sobre la labor de la Comisión Internacional de Control (Z. Angaretis); 3. La ofensiva del fascismo y las tareas de la Internacional Comunista en la lucha por la unidad de la clase obrera contra el fascismo (J. Dimitrov); 4. Preparación de la guerra imperialista y tareas de la Internacional Comunista (M. Ercoli-P. Togliatti), y 6. Elección de los órganos dirigentes de la Internacional Comunista.
El acontecimiento cumbre del Congreso fue el informe de Dimitrov. En su brillante exposición definió el fascismo como “la dictadura terrorista declarada de los elementos más reaccionarios, más nacionalistas, más imperialistas del capital financiero…. Es la organización de la represión terrorista contra la clase obrera y la parte revolucionaria de los campesinos e intelectuales… El fascismo no es la sustitución ordinaria de un gobierno burgués por otro sino la sustitución de una forma estatal de dominación de clase de la burguesía –la democracia burguesa– por otra de dominación, la dictadura terrorista abierta…”. Ante el avance del fascismo, Dimitrov propuso que la tarea de los comunistas era crear un amplio frente popular antifascista sustentado en el frente único del proletariado, en el que estuviera incluido el campesinado y la masa fundamental de la pequeña burguesía, planteando la posibilidad de crear gobiernos de frente único antifascista:
“Respecto a la pregunta de si en el terreno del frente único preconizamos los comunistas solamente la lucha por las reivindicaciones parciales o si nos hallamos dispuestos a contraer la responsabilidad de ello, incluso si se tratara de crear un gobierno sobre la base del frente único, contestamos con total conciencia de nuestra responsabilidad: Sí, admitimos la eventualidad de que un gobierno de frente único proletario o de frente popular antifascista sea no solamente posible, sino indispensable en interés del proletariado. Y en tal caso, intervendremos sin ningún género de vacilaciones para la creación de este gobierno”.
Sobre la base de este trascendental informe, las resoluciones finales del Congreso establecían un cambio táctico y estratégico para el movimiento comunista internacional, rompiendo con anteriores dogmatismos y sectarismos, y adaptando la actuación de los comunistas a las nuevas condiciones objetivas y a la nueva correlación de fuerzas sociales impuesta por la crisis económica y el ascenso de los fascismos. La creación de una amplia alianza antifascista no significaba, como argumentaron Trotski y sus seguidores, el abandono de las posiciones de clase y el paso al reformismo pequeñoburgués, sino la aplicación dialéctica del marxismo a la nueva realidad política, social y económica de los años treinta del siglo XX.
Fruto de esta nueva orientación fue la formación en España y Francia de coaliciones electorales de Frente Popular integradas por socialistas, comunistas y partidos republicanos de izquierda, que se alzaron con la victoria en las elecciones de 1936. En ambos casos fueron los comunistas quienes impulsaron decididamente la unidad antifascista en defensa de las libertades democráticas amenazadas por la barbarie fascista.
Cuando se cumple este año el 75º aniversario del triunfo del Frente Popular en las elecciones celebradas en España en febrero de 1936, nuestro país se encuentra sumido en una profunda crisis económica. Las medidas neoliberales impulsadas por el gobierno del PSOE –abaratamiento del despido, privatizaciones, recortes presupuestarios, rebajas salariales para los funcionarios, congelación de pensiones, ventajas fiscales para las grandes empresas , etc.– están provocando un deterioro acelerado del nivel de vida de amplios sectores de la población. El incremento del paro y el aumento de los niveles de pobreza van acompañados de una progresiva restricción de las libertades, la proliferación de actos violentos por parte de las bandas fascistas y un preocupante enaltecimiento del régimen franquista por determinados grupos de comunicación que cuentan con el respaldo de la derecha política. La reciente militarización de los controladores aéreos es una muestra evidente de la fascistización de la monarquía juancarlista.
La España actual no es la de 1936, tampoco la Historia se repite, pero podemos extraer importantes lecciones del pasado histórico. Si el Frente Popular fue un eficaz instrumento para frenar al fascismo, hoy necesitamos forjar una sólida unidad popular para liquidar el régimen monárquico y establecer una República Popular y Federal que lleve a cabo profundas transformaciones estructurales en el orden político, social y económico. La actual dispersión organizativa de las fuerzas antimonárquicas y anticapitalistas debe superarse mediante la formación de un amplio Frente Republicano que sea la expresión política de un bloque social antioligárquico integrado por la clase obrera española, los trabajadores inmigrantes, clases medias, pequeña burguesía e intelectuales, dotado de un programa mínimo que incluya la organización federal del Estado, la vertebración de la economía en torno a un poderoso sector público industrial, financiero y de servicios sociales fundamentales, el abandono de las organizaciones internacionales que limiten la soberanía nacional, la separación integral de la Iglesia y el Estado, el ejercicio real de las libertades civiles y la investigación exhaustiva de los crímenes del franquismo. Si no somos capaces de construir la alternativa republicana, lo que nos espera, a nosotros y a las próximas generaciones, es un estado policial sin derechos sociales y sin libertades, un futuro basado en la barbarie generada por nuevas formas de fascismo.