martes, 9 de enero de 2007

Iswe Letu: UN ASESINATO INCOMPRENSIBLE




por Iswe Letu


El súmmum del médico que él era, en un despacho del barco, desde las profundidades del falso sollado debajo de línea de flotación, telefoneaba, recomendando unas hierbas narcóticas de experimentados efectos beneficiosos contra el sufrimiento, a un paciente que no le entendía claramente.

Con una mano sostenía el aparato y con la otra arrancaba un apetitoso fruto, parecido a la uva, de las ramas de un olivo sobresaliente del escudo pegado al espaldar de la tortuga colgada en la pared.

Le habían entrado unas irreprimibles ganas de comer, un apetito voraz.

Dejó un momento de hablar y, mirando el producto, cerró con ansia y fuerza sus dientes sobre tan atractivo fruto; un sonoro ¡crac!, de sus dientes fracturados, se dejó oír por toda la sala.

Indiferente a las feroces protestas de las falsas uvas que rompían su dentadura, expectoró sangre, diente y uva, y siguió conversando con su doliente escucha.

Se asombraba, por cierto, de que su interlocutor no le entendiera bien.

Mansamente repetía el nombre de la hierba que él, como buen facultativo, acababa de probar; nadie podría acusarle a él, el súmmum del médico, de capitán Araña que, embarcando a los demás, se quedase en tierra; en materia deontológica era un seguidor, acérrimo, del juramento hipocrático; lo que era una garantía para sus pacientes.

Separaba desmesuradamente los labios para balbucear el producto; y sonido y sangre de la encía se metían por los orificios del teléfono.

Esperaba, luego, serio y circunspecto, escuchando las manifestación del interlocutor.

Cogía otra falsa uva.

Abría la boca de la que salía copiosa sangre; y tras introducir la fruta reincidía clavándole el diente; y el claro ¡crac! insistía en chocar con las paredes del despacho; escupía de nuevo sangre, diente y uva.

Le desconcertó la misma incomprensión:

-- No le entiendo doctor.

A sus pies tenía ya un pequeño charco de sangre.

Arrancó otra aparente uva.

Se sentía dulcemente extenuado. Y sin ganas de proseguir la charla telefónica.

Lentamente se fue deslizando hasta el entarimado para posar su trasero justo en el charco de sangre.

Ya sin fuerzas con que llevarse la oliva de bronce hasta la boca escurriósele de entre los dedos de la mano; ¡que dulce cansancio!.

Abandonó el auricular al concluir que le estaban apañando las guedejas.

-- ¡Doctor!, ¡doctor! ... ¿Me oye?... Vocalice mejor.

Inició una especie de corte de mangas que abandonó en mitad de la acción. Luego quedóse adormecido riéndose de la chanza.

La sangre, de la comisura de sus morros sonrientes, era como una socarrona lengua dirigida al otro lado del hilo telefónico.

El galápago, asimismo de bronce, se desprendió del enganche de la pared a impulsos de un desplazamiento brusco, acaso un cabeceo o vaivén de la nave que escorando, con tan malvada fortuna para el galeno, inauguraba su andadura marina, y fue a caer de lleno en su cráneo reventándole la mollera.

Lo encontraron, con los sesos esparcidos por el suelo, acariciando la sangre derramada.

La policía aún se interroga por la identidad del matador y el motivo del crimen.

Y es que incógnitas como estas dan que cavilar a la policía.

Octubre de 1995


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