jueves, 22 de febrero de 2007

José Mª Amigo Zamorano: CAGASANGRE (8)


8) Guita


Neme, siempre Neme.

Lo recordó como si lo tuviera delante: de mediana estatura, cara musculosa y risueña -muy a menudo estaba de bromas- pelo y ojos castaños; manos grandes y callosas y brazos -llenos de cicatrices causadas por su trabajo en la fragua- duros como el hierro que trabajaba; y que, sin ser amigo de Segis, lo había acompañado en sus correrías por el castillo; lo trató con mucha corrección, y, que recordara, nunca se metió con él; y Segis nada tuvo que reprocharle.
Y que mal se portó con el herrero.
Y la culpa ni siquiera la tenía Segis sino sus miedos.
Segismundo Amoroso, -desde aquellas noches de invierno en que, el viento, soplando, aullaba como lobo y los gatos, maullando, lloraban como la madre; atemorizado se ovillaba en el camastro- siempre estuvo lleno de miedos. Y no solo del castillo, sino de los niños que, recién llegado, le apedrearon sin compasión, de las chicas que le denominaban "renacuajo" y... de los cadáveres resucitados; bueno..., de un solo cadaver.
Lo revivió en ese momento, precisamente en ese, que por azares del destino le lleva a pasar delante de las tapias del cementerio donde ocurrió aquello; solo por eso y no porque le tuviera un miedo especial al camposanto, que miedo, miedo si que tenía; pero no uno particular pues, por encima de todo, tenía miedo de él mismo: de sus propios desajustes: de esos prontos o repentes que le daban y de los que, luego, ya tarde, irremediablemente tarde, se arrepentía.
Por causa de ellos le apodaron "Cagasangre"; mote que no le cuadraba ni por lo mas remoto, pues, según él -y algo debía conocerse- era un apocado, un cobardica, incapaz de matar una mosca; pero esos prontos falsearon su personalidad, labrándole una reputación, una notoriedad injusta: fama, no del todo, caprichosa, pues se sustentaba en unos acontecimientos reales, incuestionables: como aquel suceso, luego lamentable, cuyo origen estuvo en unos falangistas que se propusieron darle una broma a Nemesio, Neme, el hijo del herrero y herrero él también, y a su panda de amigos, que, decían, los falangistas, habían sido, todos ellos, miembros activos de la Casa del Pueblo, como, efectivamente, lo fueron, para qué negarlo.
Cuando un vecino falangista le invitó como comparsa en la chanza que preparaban, se negó; pero el otro insistió tanto: "anda, caguica, si solo es una broma"; y Segis, que continuamente hizo lo que no quería, de mala gana y de un modo inocente, accedió a su ruego, declarándole, eso si, que permanecería inactivo, al margen por completo.
-Vamos, en una palabra, de mirón -le había dicho el facha con sorna.
Una noche les esperaron a Neme y sus amigos a la salida de la taberna provocándoles a pelear fuera del casco urbano:
-¡Valencianos!, ¡no tenéis cojones, solo parláis como señoritas!; y tu, Neme, el mas mierdica de todos.
Táctica de machos, de los machotes de Puebla de Alcocer, pero tan efectiva como la de los machos de Madrid, Londres, Pekín o Nueva York por cuanto los otros recogieron el guante: Neme y la panda los siguieron hasta las afueras, en las inmediaciones del pueblo, para zurrarse; mas, al pasar cerca del cementerio, los falangistas sacaron las pistolas que llevaban escondidas, poniéndolos contra las tapias.
Segis estaba detrás temblando de miedo: lo que veía y las consecuencias que podían derivarse de lo que se le ofrecía a sus ojos eran harina de un costal impensado y a punto de rajarse; fue entonces cuando el hijo del herrero, al verlo, ni corto ni perezoso, como si no fueran con él las pistolas que le apuntaban le espetó:

-¿Tú, también estás con estos chulos, cagao de mierda?

Se le subió la sangre a la cabeza. Y le vino uno de esos prontos que lo descontrolaban.

-¿Yo, yo, un cagao?: ¡mecagüendiós!, ¡un Cagasangre!, vas a ver tu ahora -- dijo cegado de cólera, casi a voces.

Y, con una rapidez insospechada, quitándole la pistola al vecino falangista que estaba delante de él, disparó dos tiros al Neme.
Mientras caía al suelo desfallecido, le decía débilmente, "¡cagoentudiós, cabrón!".
Los otros, asustados, dándole por muerto, comenzaron a disparar sobre los compañeros de Neme - que huían sobrecogidos - para evitar testigos.
Segis, cayéndosele la pistola de las manos, empezó a llorar arrepentido de lo que había hecho. La pandilla recogió el arma y huyó a todo correr llamándole imbécil.

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