Destaca de entre la multitud por el letrero de la camiseta negra que rezaba 'Camarón de la Isla'. En un mar de vestidos alegres, claros, multicolores y arcoirisados propios de verano. Como una nota negra en pentagrama blanco. O como una morceña en la leche tibia de la tarde. Su caminar era casi a saltos. Yendo a remolque de ella.
Su rostro... cómo describirlo... era tal que un cristo velazqueño andante. Con la diferencia de que no se le adivinaba nada especial tras de él. Un rostro sombrío al que le ocultaban los ojos, no con mechones de pelo, sino con unas gafas oscuras.
Se le quedó gravado en el recuerdo, sin saber la razón por la cual el poso cayó en el aljibe de su memoria.
Su rostro... cómo describirlo... era tal que un cristo velazqueño andante. Con la diferencia de que no se le adivinaba nada especial tras de él. Un rostro sombrío al que le ocultaban los ojos, no con mechones de pelo, sino con unas gafas oscuras.
Se le quedó gravado en el recuerdo, sin saber la razón por la cual el poso cayó en el aljibe de su memoria.
Si le pidieran una explicación podía hacerlo dando algunas razones; diciendo, por ejemplo, que... acaso, quizás, tal vez... se debiera al contraste... nacido de una idea que tenía estereotipada de los gitanos, una idea prefijada, por tanto, sobre el tal cantante que se le aparecía, como gitano, vividor, alegre, extrovertido... Idea en modo alguno basada en indicios, detalles... en algún agarradero realmente científico... en resumen, una idea cuyo origen nacía en eso, en estereotipos, en prejuicios, en -todo hay que decirlo- nada con un cimiento sólido, ya que ignoraba, y aun ignora, de ese cantante, prácticamente todo... Y sin el prácticamente.
Aunque ahora... ahora que lo piensa... se le ocurre... se le viene a la cabeza que, la persona que vestía así, es posible, podría ser -quién lo sabe- que quizás, tal vez, acaso... quisiera trasmitir que todos esos prejuicios, todos esos estereotipos se habían encarnado en un ser como el que contemplaba, para recreo y complacencia del común de las personas que lo rodean...
-Así como me veis, yo también lato, gozo, amo, quiero vivir...
Se le quedó prendida la imagen en la retina. A él. Que en esos momentos, temblando, acercaba la jarra de cerveza a la boca y casi sin poder tener la mano tiesa se le escurrió parte del líquido burbujeante por la pechera abajo y ella, que siempre lo acompañaba, lo limpió con una servilleta de papel, mientras su boca se torcia latiendo en una sonrisa.
Mas, si quería trasmitir ese mensaje, para su desgracia -por lo que observó entonces- era él, precisamente él, el único que se quedó atraido por su pinta. Y por su andadura irregular.
Otro detalle no menos llamativo: caminaba encorvado, piernas peludas, calzones cortos y ella, siempre en vanguardia, un paso adelante, tiesa, como una garrota. Él la cogía del brazo. E iba a su zaga. Era zaguero de ella.
Y caminaba siempre mirando a la derecha. De frente. Torvo. O eso parecía. Hasta su pie derecho parecía torcerse hacia ese lado. Una graciosa andadura -repite- irregular en su avanzar a saltos. Un saltimbanqui entre la multitud.
Si le quisiéramos sacar chispa política, nosotros, que no es el caso, aunque viene al paso porque era este acontecimiento, este sucedido, fue cercano al 18 de julio -fecha de triste recordación para la Historia de España- le daríamos la razón, toda la razón y más que la razón:
-Nunca hay que darle la espalda a la derecha, a la derechona, a la reacción. Es un suicidio político. Hasta físico.
Y sino que se lo hubieran preguntado a doña Agustina Alonso González que acaba de morir, mujer de Moraleja del Vino (Zamora) que, en 1936, le arrancaron a su novio y a su hermano de los brazos y se los asesinaron. Pueblo, este, Moraleja del Vino al que mataron a cerca de 30 republicanos. Los falangistas, los fascistas, los franquistas, los nazis. Con atrocidades como corte de testículos, en hombres claro; o pechos, de mujeres por supuesto; o arranque de ojos, o arrastre de cuerpos hasta ser despellejados o...
Pero no es el caso.
Este individuo, al que no conoce de nada, se le presentó, se le apareció así, por sorpresa, de golpe. Y no con la fuerza corpórea sanguinolenta, sufriente, torturada y maltratada -como esos antifascistas asesinados en Moraleja del Vino- -¿quién pensaba ahora en esas salvajadas?- sino con el empuje visual de una camiseta negra, con toda esa garra, que conmueve la vista, de la que sobresalen una letras grandes, en blanco, pregonando 'Camarón de la Isla'. Como si cantaran por soleares, por seguidillas o por tonás. En un océano de vestimentas alegres, claras...
Camiseta negra en un cuerpo encorvado, con pantalones cortos, piernas peludas, caminando a saltos, y mirando de frente -no al frente- a la derecha, donde estaba sentado él, encendiendo el pitillo entre los dedos temblorosos que a duras penas podían aprisionarlo. Hacia esa derecha donde también quería dirigirse su pie derecho, en claro disentimiento con el izquierdo. Y una cara oscura, a la que le han tapado los ojos con unas gafas de color negro, oscurísimas.
Un hombre que camina así, encorvado, como a saltos, arrastrado por una mujer que anda tiesa como una vara. Y lo lleva a remolque. Quiera o no. Aunque eso... sería mucho decir porque no lo sabe.
Un hombre con esas características choca, siempre choca. Y produce un impacto. Como producen impacto las balas de los fascistas en los cuerpos de los republicanos de Moraleja del Vino. Distinto. Pero impacto al fin y al cabo. Y de su tiempo. De ahora.
Esta imagen, que se le presentó mientra bebía cerveza en una terraza, ajeno a preocupaciones, a historias, a relatos represivos, a historias vivas del tiempo, a tristezas, a 'nidos de antaño donde no hay pájaros hogaño'... daría para mucho más.
Incluso risa, como le produjo a él. Precisamente a él. Tan incontenible fue ella que, al temblor de los labios, se unió algo que quiso ser risa en la boca y el pitillo se le cayó acompañado con un hilillo de baba, yendo a sumergirse en la jarra de cerveza.
Para mayor jolgorio -no se le olvida- queriendo apartar de los labios la servilleta de la mujer -quien, como ya se ha dicho, siempre le acompañaba- alzó el brazo derecho, torcida la mano casi en angulo recto y los dedos en punta, y se dirigió, involuntariamente, sin control cerebral, a un lugar distinto del que quería: hacia la jarra de cerveza que cayó al suelo.
Pero con esto basta -se dijo- para esta fugaz figura que sobresale, que se abre, a duras penas, entre los paseantes, negra, negrísima, como un viejo rockero anunciando, para más inri, flamenco o cante jondo, o mejor de espectro de ultratumba, de entre la multitud veraniega en un cuerpo tan enclenque, tan decaido...
-¡El muy gilipollas!... Se ríó de mi con su labio leporino, mientras me apuntaba con el dedo. ¡No te jode!
Y que aun ahora, trascurrido el tiempo, sigue mirándole, a la derecha, apuntándole con el dedo, como trasmitiéndole, por sus ojos ocultos tras las gafas, aquello de:
-Así como me ves, yo también lato, gozo, amo, quiero vivir.
Él si que podría haberlo dicho, con toda la razón del mundo, pero se calló por no parecer prepotente u orgulloso.
O los casi 30 asesinados de Moraleja del Vino -¿quién de los circustantes se acuerda de ellos?- por los 'asesinos falangistas', como los calificara la recientemente fallecida Agustina Alonso González, allá por el verano y otoño de 1936, decimos nosotros.
*
Ellos, a los que les jodieron la vida.
*
-Asi como nos veis en cunetas, fosas o cementerios, nosotros también queriamos latir, gozar, amar... Queríamos vivir.
*
¿O no?
¿O no?